viernes, septiembre 29, 2006

Salvador

Esta semana fuiste a ver Salvador, la peli de Manuel Huerga sobre la ejecución de Puig Antich, y cuando nos lo cuentas sabemos ya lo que va a venir después… Armados de paciencia, presentimos tu deslizar diríase que elegantemente surfero sobre las olas del espacio-tiempo (machacadito lo tienes al e-t de los cojones, que diría cualquiera de los polis mala-baba de la película) que te separan de ti mismo (al ritmo seguramente del I si canto trist de Llach que suena al final, versión de lo más adecuada para tu tránsito inmisericorde desde el hoy de señor que tras el cine se va a cenar pacíficamente con Sofía hasta el ayer del jovenzuelo enlutado y melenudo que escuchó por primera vez la canción en casa de Héctor, en una de aquellas tardes de ajedrez y porrillos incipientes…) o del que fuiste cuando fuera que fueses, o cuando los paréntesis no ejercían aún de tele-transportadores en la cuarta dimensión (…no abriremos otro más…). Y ahí estás, recién llegado, dispuestito a conocer a la primera Aurora y a correr un rato delante de los marrones, en aquellos ochentas que ya nunca podrían ser los setentas, y mucho menos los sesentas, hay que joderse (…Lo siento”, nos dices, “es que no puedo dejar de ver el careto de Joaquín Climent haciendo de mala bestia de la político- social, y se me va la lengua”).
Nos recuerdas que apenas tenías once años cuando Carrero Blanco se hizo personaje de todos los chistes sobre coches voladores, y nos lo dices así, sin ningún tipo de consideración para los millones de lectores de tu blog, que no saben muy bien (ni muy nada, en algún caso) quién fue ese energúmeno, algunos por ser demasiado jóvenes (ya quisieran…), otros por ser de latitudes cronopialmente opuestas y en plena primavera, a los que habrá que disculpar lógicos desconocimientos sobre certámenes aéreos en tiempos tan lejanos…Pero bueno, vale, tenías once años, y Carrero voló y Franco se enfadó y Puig Antich fue ejecutado (de eso tú no te enteraste). No fue ese tu momento, no. Aún faltaban algunos añitos, y cierto desarrollo de tendencias machaconas que habrían de acabar de endurecer tu ya de por sí pétrea mollera, hasta alcanzar los niveles suficientes de testarudez post-adolescente. Diecinueve años, veinte años… Carrusel de candidatas a Aurora y revuelo de posibles Héctor en formación de combate…
Sí señor, sí… Simplemente los ochenta, y tu bici suicida entre el tráfico de la ciudad, de casa (y el taller, y las fiestas matutino-vespertino-nocturnas, con su algo de madrugadas y lunas en diversas fases alucinógenas, y el tenderete en el mercadillo, y la biblioteca del Ateneo…) a los barracones de Filología, o a los laboratorios de idiomas donde se suponía que perfeccionabais vuestro “magnífico” inglés de Secundaria, ¿milagroso don de lenguas en las aulas, espejismo del enano pretencioso (sin perdón) encaramado en sus tacones que ejercía de Catedrático insigne (luego fue Director de Teatres de la Generalitat), omnipresente, omnimangante (con academia privada de idiomas de su propiedad, of course)…?
Ya no había, entonces, heroica resistencia antifranquista. Apenas asuntillos sectoriales, protestas de estudiantes contra leyes aproximadamente ininteligibles y más que presumiblemente reaccionarias, y comprobación en propias carnes de que los democráticos “marrones” aún conservaban el instinto sádico, el perfecto entrenamiento asesino y el sentido del humor en el culo de sus brillantes antecesores, los “grises” de nunca bien ponderada memoria criminal. Suficiente, sin embargo, para poder contar a los nietos que nunca tendrás que tú corriste delante de ellos, y que volcaste y cruzaste coches a modo de barricada enfurecida, y que a tu lado detuvieron a Héctor a punta de pistola, y que esperasteis horas un día de Navidad a las puertas de la Modelo, hasta que lo soltaron, por fin, horrendo criminal que se atrevió a tirar una piedra en una manifestación salvaje (¡auuuuuuuu!).
Todo eso, resumes, te lo ha traído a las mientes hurgadoras la historia de Puig Antich, y la canción de Llach, acompañante en aquella época de tantas cosas, de tardes en casas ajenas o de noches en la propia, de gorgoritos improvisados camino a algún lugar, de deseos, en suma, que tal vez se fueron metódicamente incumpliendo, a estirón y regañadientes.

domingo, septiembre 24, 2006

La Tribu

También existieron los tiempos de la Tribu. Érase que se era cuando a beber cerveza en la calle no se le llamaba todavía botellón, y los billetes de veinte duros se estiraban hasta lo inverosímil, calmando sed grupal y aspavientos colectivos. Tu deambular, entonces, se hacía razonable posibilidad de encuentros, risas y calle compartida, garitos frente a frente, derecha izquierda, entrasale de éste a aquél, de La Torna a Planta Baja a ver quién toca hoy, y siempre el apretujón, los sudores, los saltos y la música perfora-tímpanos con todos los acoples necesarios de micro, guitarra, baffles y cables pisoteados.
Tiempos aquellos en que la Tribu se desplazó en bloque (adheridos incorporados) y en etapas a San Sebastián, no sé cuántos Jazzaldia (Festival de Jazz, of course), y a ti, que te fuiste por tu cuenta, te costó dios y ayuda encontrarlos, tú y tu mochila dando vueltas por La Concha, para terminar durmiendo en el frontón de Anoeta, con los zapatos de almohada por si los manguis, y cientos de jipiosos por todos lados con parecidas intenciones. Aquella historia ya nos la contaste, en los tiempos de la primera Aurora, nada menos (¿1982?), y hasta hemos pensado en colgarla algún día por aquí, si la encontramos y nos atrevemos, quizá para sacarte los colores o para justificar tu larga ausencia, la gran travesía del silencio que el blog culminó en resurrección.
Cierto también que Aurora ejerció, en esos días de frenético escribir, libreta en tu macuto a todas partes, de lectora pendiente de tus progresos y ávida de cada palabra, Aurorita la fantástica que ya imaginaba futuros en forma de Obra Completa encuadernada en piel y primeras filas de estantes con tu nombre, a ser posible bien grande, delicadamente estampado en lomos, portadas, y solapas con biografía heroica y esta mujer que tanto me apoyó y a la que tanto debo… Fue así precisamente como nació su nombre, homenaje a la Aurora Bernárdez de Cortázar, y afortunado lema de amaneceres casi tan radiantes como el porvenir de Korea Zuche (supongamos que se escribiera así).
- Definitivamente, vas a volver locos a tus escasos lectores –si esto fuera la televisión, tu blog ya estaría fuera de la parrilla hace rato por falta de cuota. ¿Cómo quieres que sepan que ese lema, que Héctor recogió de una revista maoísta, iba a dar nombre (pero para eso aún faltaban un par de años) al grupo popero en el que tocaste la batería (realmente sólo en ensayos: eras muy malo) con Héctor mismamente y con Leandro y con El Ceporrón: “Es radiante el porvenir”.
- Os encanta reñirme. Pero bueno, de eso se trata, ¿no? Volveros locos a vosotros, a los lectores, triturar cada historia, volverla del revés, coserla con otras historias, para descoserlas después y pegarlas a la pared, echarles un bote de pintura, fijar encima un par de carteles, arrancarlos, y contaros cualquier tontería para que os vayáis contentitos a dormir, y a otra cosa, mariposa…
Debía ser enternecedor verte allí, en el mercadillo de artesanos, por ejemplo, en el puesto de baratijas que teníais los tres del piso para sacaros unos duros extras en Navidad, emborronando hoja tras hoja, más bien ajeno al ir y venir de gente, concentrado y con el encuentro vespertino con Aurora y su previsible atenta lectura como objetivo final, entre ceja y ceja y ceño de interesante arruga fruncida. Nunca después has vuelto a frenesís semejantes, nosotros lo sabemos en propias carnes de dignidad arrastrándose por los suelos : “cuéntanos algo, va, venga, sé bueno…”, y silencio, y eso fue en otra época, y no hay nada que contar que valga la pena, y hay que jorobarse, y bien que nos jorobamos, sí, bien que nos jorobamos… Quizá, entonces, todo fue culpa de esa primera Aurora: la furia y la contrafuria, la palabra desatada y el famoso mutismo enfurruñado, ese que sale en tantas novelas y en alguna que otra película de las que ya no se hacen.
Porque Aurora desapareció, porque tantas Auroras desaparecieron, y volvieron, y hurgaron en la herida siempre abierta y dispuesta a cirugías sangrantes, dolorosas, formativas: a base de bisturí inmisericorde aprendiste a callarte la bocaza, a administrar sabiamente silencios enervantes, dudas fantasmales, inseguridades de peter pan disfrazado de venerable anciano de la tribu… ¿La Tribu? No, esa Tribu no tuvo nada que ver con la distancia que te separa de aquellos tiempos, los del Advenimiento y Desaparición de la Primera Aurora (ADPA a partir de ahora), ni con el canoso gesto desvalido con que nos miras, y pareces querer decir… “Retírense, retírense, déjenme descansar un instante…Mi salud ya no es la que era…”. ¡Ha de ser el gin-tonic que te tomaste anoche con Sofía, que todavía anda girando por tu estómago y te recuerda antañonas ingestas masivas y barbaridades efectivamente tribales, ojerosas sin ninguna moderación, somnolientas a horas inadecuadas, definitivamente jóvenes y sin ningunas ganas de pensar en que mañana había que… ¿Pero es que había que hacer algo mañana?

martes, septiembre 19, 2006

Sofía

No eran exactamente paseos. Siempre te hemos visto caminar a toda velocidad, apenas consciente de los lugares que ibas dejando atrás. Jamás fuiste capaz de fijarte en los detalles, de absorberlos, de concederles siquiera la importancia que seguramente tienen. Y sí, fuiste paseante insobornable. Kilómetros y kilómetros hacia ningún sitio, por la noche, a media tarde, los domingos por la mañana o a pleno sol, sin saber muy bien hacia dónde o con un destino fijo fácilmente modificable por las casualidades, las obcecaciones, los repentinos deseos de cambio porque sí, o porque a lo mejor, o como juego, tentación, capricho, devaneo…
De nada de todo esto hablaste anoche con Sofía, aunque era lo último que te andaba rondando por la cabeza. Le hablaste, sí, de lo otro… De la no pertenencia. De tu absoluta incapacidad para retener lugares, personas, amistades, fobias, momentos… Quizás de ahí, le decías, tu desmemoria, tu desasimiento, tus pocas ganas de conservar nada ni a nadie. A fin de cuentas, le decías, el tiempo acaba acercándonos o alejándonos, queramos o no, y estamos siempre en nuestro maldito puesto de humanos cronometrados y ubicados, sin duda en nuestro lugar y en nuestro tiempo, independientemente de cualquier voluntad de negación o afirmación. Por narices.
Que Sofía lleve dieciséis años soportándote, desde aquel anoche-amanecer islandés interminable (algún día nos contarás también esa historia de bacalaos puestos a secar al aire, cataratas, piscinas con regulación de temperaturas, noches de juerga en Reikjavick y presentimientos de Sugar Cubes en bares multiusos ) en el que todo empezó, le da sin duda algo de ventaja sobre nosotros, que apenas sí asomamos de vez en cuando por tus dominios de escaqueador multifunciones, vago profesional, lengua de trapo discontinua y furiosamente celosa de su nada estructural… Pero no deja de ser extravagante que sea esta, justamente, la primera vez que la citamos. Las Auroras siguen ahí, literariamente prendidas de tus palabras-cangrejo, de remembranzas sibilinas y justificaciones de medio-lao (si le ponemos comillas, la corrección nos roba el porte canalla del palabrejo…) , pero de Sofía ni la mención, hasta ahora, hasta este instante en que afirmas, como si tal cosa, que anoche, mientras cenabais, hablasteis de esto y no de aquello. Y a todos nos queda claro que de quien querías hablar era de ella, y no de la conversación, fíjate tú.
-Pues la cena estuvo muy buena… Japonesa moderna, ya sabéis… Un par de ostritas con no sé qué y no sé cuántos, unos boqueroncitos marinados con verduritas, tempura, maki de anguila envuelto en aguacate y dos niguiris de foie con manzana realmente estupendos… No tenían mucho para elegir en vinos, pero la botellita de Les Alcusses ya nos fue bien, ya… Y mucho pijo: espectáculo añadido para las pausas en la conversación… Después de ver La noche de los girasoles, la mezcla podía haber sido de agárrate, pero no, sólo un poquito de mala leche, y muchas buenas intenciones…
Y te quedas tan tranquilo, claro. Pero es que son ya muchos los años en que nos has tenido en un plano tan secundario que ni de incluir a Sofía en nuestros simulacros de palabra más bien entrecortada nos considerabas dignos… De todas formas no nos vamos a enfadar ahora: ha sucedido, Sofía existe, y nosotros tan contentos. ¿O no? Aunque la verdad es que creemos que tú, en realidad, preferías dejarla al margen de todo esto, oculta, innombrada… La imagen de ti que te hubiera gustado dar en otros tiempos (¿en estos ya no?) no parece que se avenga muy bien con la existencia normalizada de Sofías, convivencias armónicas y equilibrios vitales compensados… Ni idea de qué mosca reveladora te ha picado, ni de la magnitud que el cambio supone… ¡Adiós protestas de soledad y sufrimientos desquiciados de individuo sumido en silencios inabarcables! Adiós al porte de bicho raro (¿rabo y cuernecillos?), incomprendido, no escuchado, ajeno a cariñitos y dulces despertares… ¿No estabas mejor como simple añorador de Auroras, pasadas y, quizás, también presentes y futuras? Debe ser que no…
Quizás así se entiendan mejor algunas alusiones a rutinas y monotonías, a días que se escapan como conejos soliviantados sin que, de nuevo, nada suceda que no haya sucedido tantas veces, a perplejidades y extravagantes deseos de otro yo, o de cinco mil otros yos, o de millones de nosotros confabulados para darte cuerda y dejarte aquí, balbuciente, disparado, mirándonos receloso con cara de lo mismo os estoy engañando y Sofía no es más que otro fantasma desaparecido en combate y presto a regresar si el sabio mago encantador lo convoca a tomarse unas copas… o a cenar en ese japonés tan pijo de la otra noche, ideal para rumiar la violencia de la peli, para charlar de frustraciones asumidas con Sofía, para saborear su enfado disconforme, para regresar a casa con la alcoholemia en empate técnico, y dormir relajadamente tras media página de lectura sonámbula, seguramente prescindible…

viernes, septiembre 15, 2006

El paseante

Caminabas entonces, desde una copa
hasta la siguiente, con la inercia
a punto de ser tambaleo inapreciable
y serio,
como sólo la tristeza indefinida
que llevabas contigo en cada paseo
puede ser seria,
cabizbaja,
ensimismada.
La calle se tragaba tus pasos,
y tú la saliva que humedecía
pensamientos , nocturnidades
ensambladas al delirio en construcción,
imágenes psicóticas de abandono,
carencia,
lagrimón de cocodrilo y sotana
arrastrada por el barro
del penúltimo gin-tónic…
Deseabas quizá la apariencia de ángel
caído
que tan sutilmente envidiabas
a los ciertamente derrotados
verdaderos, mientras tu espalda
a regañadientes se erguía en juegos
sonámbulos
de camino a ningún sitio…
Noche tras noche, copa
tras copa, resacas
de noche erecta y sudores,
sábanas solidarias
con tu abandono de fingido profeta
y mediocre imitador
de héroes imposibles, alimento
de dioses en olimpos
de andar por casa y excelentes
condiciones de joven que promete,
amaga,
finta
y desaparece,
silencioso,
entre pliegues
de telón mal entornado…

martes, septiembre 12, 2006

¿Teatro escolar?

Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo.
Volví y me di cuenta de que había comprado dos o tres veces
las mismas cosas.
Y que, para colmo, había comprado un montón de cosas que odio.
(...)
Y me olvidé de comprar lo que realmente necesitábamos, joder.
Me olvidé de comprar las cuatro chorradas que necesitábamos, joder.
Y me pillé un rebote de la leche.

Abro la puerta y le suelto a mi mujer:
Cariño: creo que esta tarde va a haber hostias para todo el mundo; creo que hoy se rifan hostias
Y tú y tu hijo tenéis todos los boletos.
Y mi mujer me mira y se ríe porque piensa que estoy de coña.
Y es ahí cuando le suelto el primer guantazo a mi mujer.
Por andarse con chorradas.
Y cae contra la mesa de la cocina y se ríe.
¡Conserva el buen humor, la tía!
¿Compraste algodones?, me dice.
Pásame uno, joder.
Y yo me pongo de los nervios,
Porque me olvidé de comprar algodones
Y alcohol y agua oxigenada,
Y un montón de cosas que tenía que comprar.
Y traigo a casa el coche lleno
De mierda que no va a servir de nada, joder,
Y eso me jode tanto que le digo a mi mujer:
Mira, te voy a dar una hostia más a ti
Y me voy a liar un rato con el niño.
Y le doy una hostia y la tía se marcha a por algodones,
Y yo me voy a buscar al niño y a darle lo que se dice
Una buena mano de hostias.

Y compré pilas para la Game Boy del niño
Que no eran del tamaño adecuado, joder.
Y cuando el niño me dice:
Las pilas que compraste
Para la Game Boy son pilas que sirven
Para la radio y para el despertador
Pero no sirven para la Game Boy,
Le suelto la primera hostia.
A tu padre tú no le hablas así.
Y le cae la segunda hostia.
La segunda hostia y la tercera hostia.
La tercera hostia y la cuarta hostia.
Y así sumo hostias hasta que ya estamos en condiciones
De llamarle a todas esas hostias juntas
“Una mano de hostias”.
Y sigo dándole de hostias hasta que a aquello ya se le puede llamar
“una BUENA mano de hostias”.
Se convierte en una auténtica paliza.
Y cuando veo que ya se me va la mano
-bonita frase: “Se me va la mano”-
paro.
Porque hay que evitar ir al hospital y explicar a desconocidos
-lo que se dice: ventilar-
los asuntos familiares,
que son lo más importante de tu vida y lo que
más amas en este mundo.
Porque es lamentable y degradante andar de hospital en hospital
Aireando tu vida privada.

Rodrigo García

Utilizaste este texto en la obra escolar del año pasado. Evidentemente, el tema general era el de la violencia, en todas sus manifestaciones. Escenario oscuro, foco sobre un lateral, música (“Loco”, de Macaco). El actor era ya ex alumno, 20 años, un fiera. No le importó colaborar con un grupo en el que había chavales de entre catorce y dieciocho (estos, los veteranos, compañeros suyos en el grupo durante los tres años anteriores). Se preparó muy bien el texto: quedaba impresionante. Salía a escena empujando un carrito de supermercado, lleno de paquetes, frascos, botellas, hasta arriba. Un chándal, reloj de oro, medallones… Unos segundos de silencio, y decía su texto al público.
Tuvisteis espectadores de todas las edades que hemos dicho antes… Risitas cada vez que el personaje “da hostias” a su mujer o a su hijo… Probablemente risitas nerviosas. En los ensayos, algunos días, se os ponía la piel de gallina… Los profes asistentes te decían que no comprendían esas risitas… Aparecían también en otros casos, sobre todo en la escena que dedicasteis al acoso escolar… Y es que están muy acostumbrados al humor macabro del gore, imaginamos, y ante textos como este, la primera reacción es tomárselos a cachondeo. Sí, sí, cachondeo…
Los “expertos” suelen decir que el teatro de Rodrigo García es falsamente provocador, porque va dirigido a nosotros, los ya convencidos… Bien: tu intención ha sido llevarlo a lugares en los que no tienen ni pajolera idea de qué es eso de la provocación teatral… Lenguaje bestia y descarnado en el templo de la hiper-corrección… La escuela, donde la teoría dice que todos debemos ser inmaculadamente solidarios, bien-hablados, bien-olientes, majetes y simpáticos… Y donde algunos gamberros campan a sus anchas, con boquitas de las que salen textos peores que los de Rodrigo pero, además, en serio… Realmente, no sabes si has cumplido ni siquiera parte de tu objetivo pero, al menos, la imagen que los espectadores (pasados y presentes, ya llevas siete años con esto) juveniles se llevan de lo que es el teatro es algo diferente a los estándares habituales, y más próxima a lo que está sucediendo en los penúltimos reductos de teatro vivo y punzante: las salas alternativas.
Y , encima, te lo pasas pipa…

sábado, septiembre 09, 2006

Bodegón: ¡empanada!

¿Caso de conciencia?
¿Romper tus propias reglas?
¿Revolcarte alegremente, habrá que decir, sobre simulacro de excremento alimenticio?
¿Liberar energías y conceptos sabia y duraderamente aquilatados en los tiempos de reflexión y Maricastaña?
O mejor, nada de todo eso.
Seguir vivo y viviendo, quizás con algún auricular conectado a los cantos de sirena, y alguna pantalla con visión directa del infierno-rave, escandalosa conga de diablos al ritmo amoratado de, por ejemplo, un Tom Waits con cuernecillos.
Es parte de un discurso que necesitas dirigirte a ti mismo, nos dices, para quedarte algo más tranquilo. Estuviste rumiando historias como la de Ángela (¡y hay para elegir, triturar, descartar, reinventar, ocultar, disimular…!), vista atrás, pasado-pasadete, y empezaste a preguntarte si no estarías provocándote a propósito tortícolis traicioneras con los presentes-futuros, fingiendo quizás un fin de las historias con resumen precipitado, y disfraz de urgente anciano con derecho a residencia. Pero creemos que ya te lo habíamos dicho: a nosotros no nos vas a engañar de un modo tan lindamente zafio, caballerete. Ni a ti mismo.
¿Por qué, tantas veces, te miras al espejo y sigues viendo a alguien bastante parecido al que fuiste, más o menos, en el 85, con el espectacular añadido de unas canas por aquí, una buena barriga por allá, más pelos por algún lado, menos por otro, y dosis variables de mala leche, no necesariamente destilada ni filtrada por las décadas saltarinas, ni las semanas zumbonas, ni las estaciones en sucesión tranquila, diz que inexorable? ¿Estás verdaderamente seguro de seguir siendo tú, de no ser otro –cualquiera de nosotros, por ejemplo, travestido para la ocasión? ¿Tan fácil te parece reconocerte a ti mismo en el que eres, dotado como estás para el olvido, el abandono, el salto hacia delante sin prisioneros de la memoria, la transformación y el partir de cero, refugiado en la modorra por la que te dejas invadir, acunado por el sonido del oleaje del tiempo, mar brumoso y persistente que casi todo lo sepulta, lo anega en grises de monotonía, en azules de rutinas que te has ido trabajando con furores de verdadero converso: militante de los días iguales a sí mismos, que te eviten la sorpresa de mirarte (¿mirarnos?) cara a cara, con gesto de primer día e inciertas intenciones?
Y después: la paradoja. Justamente el rumor del transcurso como único nexo. Tú, emergiendo, en lugares diferentes, con gentes diferentes. Finalmente: tú, de nuevo, instalado ahora en un bajo continuo, entonando parece que a perpetuidad la misma melodía, con apenas variaciones improvisadas por metales disonantes (precisamente: ¿Charlie Parker irrumpiendo en una boda gitana?). Nos lo quieres poner difícil, pero es mucho más sencillo: te has automedicado. Te administras ingentes cantidades de analgésicos aquí-no-pasa-nada que te permiten reconocerte en tu balsa de aguas petrificadas. ¡No se mueva nada! De puntillas, clavando sobre el barro los enormes dedos de los pies, como de dibujos animados, y el gesto sobre la boca: shut up! Y don’t worry be happy y no se cuántas memeces más, internacionalmente reputadas: ¡viva el refranero! Porque el que no se consuela es porque no quiere. Y tú no quieres. Y entonces: ¿qué quieres, de qué nos estás hablando, qué leches te pasa, adónde quieres ir a parar si es que vas a parar de una puñetera vez y a dejar de enlazar preguntas de cáscara vacía o fruto negro, seco, nuez helada, sonrisa académica, rictus de fíjate, qué interesante soy y cuánto sufro…? Y aquí vendría muy bien un racial “¡Hostia, ya, tío, ya está bien!”. Ya está bien…Por hoy.

miércoles, septiembre 06, 2006

Historia de Ángela (y 3)

Hace sólo un rato, mientras te duchabas (nuestra ubicuidad es proverbial) nos decías que no te apetecía nada seguir contándonos así la historia de Ángela, momento a momento, morosamente. Que quizás preferías saltarte aquel día en no sé qué piscina de no sé qué casa de no sé quién , cuando Aurora, celosilla y perspicaz, se las arregló para secuestrarte y darse contigo un revolcón rápido y más bien sudoroso, no sin antes asegurarse por completo de que Ángela os adivinaba y, casi casi, os veía, vaya que si os veía. O aquella cena nocturna en la terraza, en la que por fin te atreviste a acercar tu mano a la de Ángela (¡nada menos que la mano, en el mejor estilo fotonovela y culebrón!) en medio de una conversación general, aprovechando la nocturnidad y la alevosía que acabarían conduciéndoos, al final de la tertulia, a tu habitación, a tu colchón, a tu felicidad, de nuevo sudorosa (maldito verano) pero, en esta ocasión, para nada veloz. Tampoco, nos decías, tenías ganas de relatar con pausa y detalle vuestros sucesivos encuentros y desencuentros, aquel día en que te llevó en moto a ver los resultados de las oposiciones (¡aprobado, estabas aprobado!) o aquel otro en que, en la terraza de un bar, no quiso saber nada de ti, y se dedicó por completo a otra gente, ante tu mirada y tus varios palmos de narices… Vamos a ver… ¿No sería suficiente con el final? ¿No era eso lo que realmente te interesaba? ¿Por qué posponerlo, entonces?
Quizás algunos de vuestros últimos encuentros, al borde del coma psicoanalítico o en borrachera motorizada (un beodo y provocador “haz conmigo lo que quieras” en tu nueva cama de señor profesor, que todavía ronda por tu cabeza en las noches de luna llena y hombre lobo…) hubieran sido dignos de paréntesis minucioso y reconstrucciones con todas sus hipótesis, síntesis, pruebas y contrapruebas. Pero el agotamiento de juntar tanta palabra, el agotamiento presentido, queremos decir, no te iba saliendo a cuenta ni te llevaba a ningún sitio en el que realmente quisieras estar, donde realmente quisieras pronunciar tu “ese era yo”, que ahora te va saliendo entre esfuerzos de parto y rodeos más que mareantes.
“Pero…¿por qué narices nunca quiso follar de frente?”. Nos miramos, perplejos. Estamos seguros de que has dudado antes de elegir la palabra, y de que tu feed-back (¿retroalimentación?) puritana te ha llevado a elegir la más explícita: “realizar el coito” o “copular” no quedan bien ni hablando del apareamiento de los osos panda. “¡Siempre de espaldas!”. ¿Era eso entonces? Bueno, no sólo eso, ¿era ese uno de los motivos que te ha llevado a recordar, a reconstruir, a buscar razones? Nos sorprende, sí, que justo ahora que estás queriendo acabar nos descerrajes, sin previo aviso, semejante pregunta: la inevitable no respuesta nos seguirá rondando (¿como a ti?), nos llevará quizás a silencios embarazosos si la volviéramos a ver, “Ángela, la que siempre quería follar de espaldas a ti” (delicias de besos laterales, torsiones de cuello y turgencias multiplicadas…), pensaremos quizás sonrojándonos, nosotros, tan sensibles, ya sabes, tan delicados… Y que no es tan improbable un nuevo encuentro lo revela, precisamente, el final de tu historia.
A ese final hay que ponerle fecha. Es seguramente la fecha el pretexto de todo. 12 de Marzo de 2004. Un día después de los atentados de los trenes de Madrid. Tú, montado precisamente en un tren Valencia-Barcelona. Como seguramente tanta gente ha dicho ya, el silencio de ese día no era el silencio de cualquier otro día. Aeropuerto. No se os ha ocurrido otra cosa, a ti y a tus amigos, que tener preparado para esos días de vacaciones de Fallas un viaje a Egipto… Cola para facturar el equipaje. Una señora rubia, cuarentona, con algún kilo más que entonces, pero el mismo gesto, los mismos movimientos. Junto a ella una niña igualmente rubia, de unos siete años, clavadita. Van con un señor mayor, de unos sesenta y tantos: el padre de la criatura, te enterarás después. No se cruzan vuestras miradas. De hecho, no reconoceréis que os habéis visto hasta que ella no se decida a hablarte, en la cola para la comida-buffet en el barco del Nilo… Bueno, todo eso es secundario. Lo verdaderamente importante, nos dices, el final que buscas, es el que escribiste en el mini-diario que sueles llevar en todos los viajes: “Cena y ‘sorpresa’: orquestilla con derviche y bailarina. Volvemos a demostrar nuestra simpatía natural, negándonos a bailar. La mejor sorpresa: ¡Aznar y su banda a tomar viento en las elecciones! Con esa alegría nos vamos a dormir”.
Todo entonces pareció tomar forma. ¿Qué forma? No tenemos ni idea. Pero las frases cruzadas esa noche, las caras de congrio con dolor de estómago de unos cuantos aguerridos votantes del orden (las especias orientales suelen sentar mal, ya se sabe), los brindis con gin-tonic a la luz de la luna egipcia, bien cerca de Luxor, quizá puedan justificar todos los recovecos, todas las digresiones y circunloquios que, siempre, al final, habrán de llevarnos a la misma confluencia de sendas y virajes: tú, cociendo en tus propias salsas, perdiéndote en los laberintos sin minotauro de lo que fue y pudo ser cualquier otra cosa, de los pasados que retardan su explicación para cerrarse de maneras similares a esta: ¿Existió Ángela en tu vida apenas para esta celebración incrédula y alborozada? ¿O Acebes y Zaplana se trabajaron tan minuciosamente su derrota para celebrar el punto y seguido de un último encuentro que cerraba una historia necesitada de puntos suspensivos? Ambas preguntas son igual de estúpidas, y ninguna busca respuesta a la necesidad repentina de contar sólo algunos momentos de tus más bien remotas glorias juveniles, con colofón de bigotes derribados y puntapiés en ilustrísimos traseros. Te dio por ahí y eso es todo. Y ya está. Y con las mismas: se acabó.

domingo, septiembre 03, 2006

Historia de Ángela (2)

Atrapado, en efecto, por la pereza, pones mil excusas para no continuar con la historia de Ángela (has decidido llamarla así, evidencia barata, o economía de medios…). Es una historia real, nos dices, y las historias reales no se pueden colgar así como así, que luego los protagonistas se reconocen, te reconocen y se puede armar la de dios. Cambia los nombres, disimula los detalles, te decimos. No sé a dónde quiero llegar, insistes, no tiene ni pies ni cabeza, ¿por qué recuperar eso ahora, a quién le interesa…? A nosotros nos interesa, a ti te interesa. Fíjate, ya le has buscado un nombre a Ángela, ya tienes el personaje, sabes lo que quieres contar, ya has planeado en tu mente mil digresiones, cuatrocientas treinta disquisiciones , un puñado de petulancias de abuelito cebolleta, y unas cuantas batallas de los ochentas…¿Qué más quieres?
En realidad, nos dices, Aarón y Magda, su novia de entonces, se habían citado en casa con Ángela y Jesús (juras y perjuras que entre estos nombres hay una relación que reproduce la real, con mínima transformación, eso nos lo dices con cara de no erais vosotros los que me sugeristeis la idea, pues tomad idea). Tú a Ángela y Jesús no los conocías todavía, claro. Se iban de viaje a no sé dónde (ver comentario sobre tu memoria en el post anterior). Ángela estudiaba Historia, como Magda, y Jesús era nada menos que funcionario de prisiones, oficio que tiempo después haría ponerse de los nervios a Aurora: “Lo juntamos con mi hermano –policía municipal por más señas- y ya tenemos la mitad de los play-mobil”, te dijo poco después de conocerlo y empezar, todo a una, a no soportarlo.
Es el caso que, a partir de ese viaje, la presencia de Ángela en vuestra casa fue siendo cada vez más habitual y, agradable sorpresa, la mayoría de las veces sin Jesús, sujeto a bienaventuradas obligaciones laborales, y a extraños y serpenteantes vaivenes, que lo hacían pelearse y reconciliarse con Ángela, en una sucesión de aproximaciones y separaciones cuya lógica nunca pudiste comprender. Aquí, seguramente, tampoco vendría mal una nota acerca de tu escasa habilidad para desentrañar comportamientos y descifrar signos ocultos, pero probablemente ya sea innecesario a estas alturas. Siempre nos hemos regodeado, y tú con nosotros, en tu inocencia juvenil, dispuesta a menudo a creer, por ejemplo, que las personas utilizamos procedimientos rectos, claros y lineales para conseguir nuestros objetivos. Tus veintipocos años de entonces no daban, pues, para más, y, sin entender gran cosa, fuiste cayendo en la red de a poquitos, queriendo y sin querer, que de eso ya se encargaban los demás…
Tus recuerdos de Ángela, nos dices, están hechos, sobre todo, de momentos congelados en la memoria. Vamos con el segundo momento. Vuestra casa, nos parece que ya lo dijimos, era un desastre permanente: un vetusto primer piso de un antiguo edificio de dos alturas, que habíais llenado de muebles destartalados y útiles diversos recogidos de aquí y de allá. Viejos electrodomésticos, cacharros con mil usos, y poca habilidad para asuntos de decoración (el diseño aún no se había inventado, y vosotros tirabais más bien a hippies descabalados y algo guarrillos) . Pero tenía una terracita que era una joya. Bueno, en realidad la terraza la habían construido Rafeta y Aarón, que para eso sí se daban bastante maña. Nos recuerdas, por cierto, que allí el único estudiante eras tú. Ellos eran algo mayores, y se dedicaban a la artesanía. ¿A qué artesanía? Nos has prohibido revelarlo, de momento, gran secreto que no es necesario para proseguir con la historia…
Es el caso que la terraza disfrutaba de dos funciones básicas: albergar unas más que terciadas plantas de marihuana para consumo personal, y que os tendierais allí al sol, preferentemente en pelota picada, por aquello de la naturaleza, los cuerpos libres y tres o cuatro consideraciones añadidas, de idéntico nivel y parecidas intenciones. Como hogar abierto que era, vuestra terraza estaba a la libre disposición de todos vuestros amigos, Ángela entre ellos, por supuesto. Y esta es tu segunda imagen congelada: Ángela y tú os cruzáis en la cocina, en una de aquellas sesiones memorables, ambos igualmente desnudos. Os miráis, os sonreís, balbuceáis algo (no se nos ocurrió preguntarte qué) y seguís cada uno vuestro camino. Tú no dejaste de notar que ella parecía tan azorada como tú…¿Qué querría decir eso? El caso es que vergüenza no parecía…