martes, abril 29, 2008

Papeles de Héctor. La libreta húngara

28-8-89
Recién regresado de Hungría, me empeño en manchar la primera hoja de este cuaderno, tan húngaro él. Ya está. Y los cuadernos nuevos, y los unos de enero, y las vacaciones limpiadoras-reiniciadoras. Todos los tópicos. Tal vez ahora con la intención acumulada durante los últimos días: el anotado de imágenes que necesitan de él para no desvanecerse, como todo. La estación de tren de Marsella, con sus escalinatas y sus argelinos
(tan exóticos entonces, ya veis).
La otra estación, la de Budapest (Keleti) con sus “amigos” (cambiare soldi?). ¡Kelenfold y el tren inexistente! Hotel Arpad, Tatabanya. Discoteca de pueblo.
Pero el anotado me cansa pronto, quizá tanto como la reflexión organizada. ¡Lástima de maravillosas libretas!

30-8-89
Es como deshacer un nudo de mil revueltas: observo, me observo: todo envejece. Cada vez más acostumbrado a reconocerme tics y muecas, a dar por ilusorios proyectos, ocupaciones. Con la vieja idea urgente de ir dejando rastros, siempre fragmentarios: reflexión alambicada casi siempre que no se deja acotar en ningún modo de orden. Y estamos con lo de siempre: ¿escribir novelas, o cuentos?
(o lo que sea que uno pueda escribir, y cerrar el círculo de arquitecturas impasibles…)
Al borde de la paradoja, con el cuento-novela real que es ir viviendo, y todas las sutilezas que uno importa de libros o películas, o músicas, o lo que sea. Enfrentada la ansiedad por una “vida ordenada” y el paranoide “espíritu aventurero”. Siempre “crónicas de malestar”, comillas eufemísticas, entresijos.
El relato tendría la densidad de lo que se supone que uno tiene que decir, la consistencia con la que se supone que uno vive. El puente cortazariano hacia el otro, con cable frágil y tablas sueltas. El otro es el enemigo que se resiste a ser puenteado y se barniza de tierras móviles y apoyos variables, sobre la versatilidad de su palabra. Contemos con la fuga hacia delante del alcohol o del sexo más o menos ocasional y siempre en mente. Monstruito fálico y avergonzado. ¿A qué si no tanta frontera imaginaria? Las aduanas se multiplican. Somos la nación-individuo, que asegura contar con vida propia, aspiraciones propias, futuro propio. Sigamos multiplicando la misma teoría, dicha de todos los modos imaginables. Vamos a llamarla psicoanálisis o tratado ético. Vamos a llamarla novela, o arte, o corte y confección. Llamémosla como nos dé la gana, y que la gana sea nuestra, particular, intransferible. Las botellas de los náufragos chocan en altamar, y apenas sonido de vidrio golpeado. Quizás haya un ritmo en ello, no importa si imaginario. Queremos creer que hay un ritmo en ello. Nos convencemos. Dejamos de dudar. Pero hay disonancias. ¿Cuánto tiempo tardaremos, después de cada disonancia, en recuperar la fe en el ritmo?

martes, abril 22, 2008

Comillas

“Me dan ganas, muchas veces, de abandonar el anonimato de los plurales y las vagas terceras personas para aparecer aquí, yo, solo, individual, e iniciar el ansiado streep-tease de las pieles acumuladas y la diversificación de las conciencias. Tentación que la pereza suavemente reprime para devolverme al redil del anonimato colectivo.
Si robo, pues, mi propia palabra, debería ser para anunciar revoluciones aplazadas en la palabra cautiva, liberación final de prisioneros cubiertos de telarañas y ocultaciones, apertura definitiva hacia los mundos donde las lenguas desatadas se expanden sin límite ni medida ajena al yo triunfante.
Sea, pues. ¿No podré cerrar entonces las comillas, prudentemente situadas al principio para guardarme las espaldas? ¿Las eliminaré, bloqueando entonces la posibilidad de la retirada descaradamente vergonzante? Tiempo hay para decidir. Disfruto ahora del espacio en blanco, procurando purgar la ansiedad inevitable: ¿qué dicen los seres libres? ¿Plantan su status de personaje boquiabierto como una bandera sobre el correspondiente cráter lunar? ¿O se agarran al espejismo de la afirmación tajante:
YO ASESINÉ A HÉCTOR
Y ME ACOSTÉ CON AURORA
en la que engendré correspondientes y metafóricos hijos de Satanás? Un tipo majo, por cierto, ese del tridente y los cuernecillos, algo juerguista y bebedor, pero buena persona al fin… Y sí: la sandez propia no deja mucho margen para el miedo ajeno (¿?). En defensa permanente contra uno mismo, salen de rositas los verdaderos culpables del desastre: los otros, siempre los otros. ¿Alucinado consumidor de estupefacientes diversos? El buen vino corre por mis venas y saluda al sol de las gracias que os damos por los alimentos recibidos, dios Héctor, diosa Aurora que creaste en mí el deseo de acariciar tu nuca hasta el éxtasis del vello erizado y el combate de las espaldas arqueadas…
Esperaré pues vuestras respuestas, como quien espera la lluvia que anuncia el principio de cualquier cosa. Paraguas a mano, por si acaso. Cierro comillas”.

martes, abril 15, 2008

Algunos silencios

Héctor siempre supo que al final acaba uno haciendo el mismo y permanente discurso (y…¿no nos has dicho tú mismo eso ya en alguna ocasión?...). Quiso, pues, optar al silencio como solución plausible y así, con toda sencillez, simplemente decidió callar, desaparecer. Héctor es, pues, el desaparecido, nada más y nada menos, cuya huella, cuya silueta delineada sobre negro en la oscuridad de cualquier sala, cuyo aliento percibido con débil y precisa nitidez, cuyo rostro convertido en presentimiento, están aquí, contigo y con nosotros, cada vez que quisiéramos decir algo, romper la barrera, la desidia, el cansancio que, también a ti,, también a nosotros, nos ha acabado conduciendo al suicidio de la voz, a la nada de palabras impronunciadas, al silencio al fin: digna presencia abrumada y muda.
Aurora entonces nos tentaba, tentaba a Héctor o te tentaba a ti: elegía víctima y la hacía hablar, Eva, o serpiente o, más bien (tragas saliva antes de continuar: ves el rostro alerta de cada mujer, Aurora la primera, dispuesta a dejar caer sobre ti la espada vengadora de prejuicios misóginos, machirulillos, hombrecito mío…) seductora imperturbable a quien vosotros, y nosotros, sucumbíamos, eterno juego y eterno estímulo: Héctor, tú, nosotros, hablábamos pues como cotorras desbocadas, olvidando toda decisión previa y toda prudencia, y exponíamos al sol de todas las inclemencias vísceras humeantes y delicados recovecos de apasionada, enrabietada, dulce y violenta irracionalidad liberadora…
¡Tiempos aquellos de silencio obstinado y verborrea fatal, impúdica ingenuidad del recién llegado, apenas subido al autobús de los deseos y las transformaciones por conjugar!
Héctor será ahora un señor maduro, respetable, interesante canosillo de palabra fluida, contenida, equilibrada. Quieres buscarlo en las esquinas de la pausa, en los entreactos de la duermevela, como buscas a Aurora (a ella quizá con algo –bastante- más de ímpetu y temblor…) en los perfiles desdibujados que pueblan tu colección de fantasmillas juguetones. Por allí andan quizá ambos, y disfrutarías concediéndoles un amago de diálogo literario, sintiéndote Dios-Braunsen por un momento, o por un año de construcción de personajes y salario de demiurgo aficionado. Te sonaría falsa cada afirmación, cada réplica. A tus espaldas, tus personajes redistribuyen sus libertades, y quizás también las tuyas, para darte con ellas en el hocico husmeador, en la dulce transhumancia de sujetos narrativos y abrazos fundadores… Trazas el contorno de Aurora, sí, en caricia circunfleja, y Héctor te observa, pálido y feliz, radiante y despechado… Seis ojos volando de yo a yo, en un nosotros poblado de ausencias…

martes, abril 08, 2008

Y Aurora

Martes, 8 de abril
Y desde la furia de lo cotidiano, recobras la tranquilidad, y el devaneo… Faltaba el otro lado de la cábala… ¡Aurora!

Miércoles, 19 de marzo
San José, y tú huido de la “bella fiesta valenciana”, apoteosis del petardo y de la mala educación, de la porquería y del atropello, de los festeros que secuestran a la población durante casi un mes para montar sus chiringuitos y sus “monumentos” repletos de alusiones parafascistas de pretendida gracia popular, bloqueando calles y aparcamientos, forzando a los anti-valencianos curritos a buscarse vías alernativas para llegar al trabajo, babeando consignas de beatería mojigata y machismo galopante, y amenazando a los que no les ríen el chiste con poco menos que el infierno, cuando el infierno son ellos y (por cierto) lo que votan… Así que desde tu exilio vacacional, sacas de paseo a Héctor (post anterior) y querrías hacerlo con Aurora, de trazas aún más vaporosas, difíciles de asir a golpe de memoria o presente de suspiro conformado, de ay releches quién me manda, si no se va a dejar, si me va a coger por la nariz y me la va a retorcer hasta que Pinocho crezca y la madera estalle en mil vetas de deseos incontinentes y relatos de erótica languidez…
Aurora era el sonido de la puerta de tu casa a horas intempestivas: el sonido que no sonaba en tu insomnio arrebatado, muertito de soledad rabiosa que trepaba por las paredes y se arrancaba los cabellos metafóricos que tanta falta te habrían de hacer más tarde… Aurora era la colección de paralelismos que ahora se te ocurren, interminables como una tarde de estudio o una noche de fin de semana, de las que purgabas trabajando en algún bar porque la vida independiente hay que pagársela, y para todo n o daba… Pero tú (¡y Héctor!) buscáis a la otra, a la que siempre aparecía porque estaba allí, a la que os acompañaba de rincón en rincón, en vuestras noches estupendas de charla desbocada, de proyectos infinitos, beodos, que llevabais solemnemente a la práctica en el arrebato de los porvenires domesticados, en vuelo directo al Nuevo Mundo, al que tú ibas a construir sin duda en dos tacadas de inspiración febril a uña de caballo, a diente de león y alas de mariposa… Aurora quedó tal vez allí, también a la espera. Quizás esté ahora girando la cabeza, al sentirse mencionada, y reconozca aquel bar de mesas-tambor, de cristalera a la calle y perspectiva de ventanas donde todos, asomados, la invitábamos a salir, a pasear las calles multicolores donde, seguro, alguno de la panda podría invitarnos a los demás, a los que salíamos sin un duro confiados en la solidaridad tribal, en el rito de la cerveza compartida en una esquina, y las voces de madrugada alejándose lentas hacia el abrazo requerido, los sudores y revolcones de alcohólica acidez y risueños despertares, desnudeces sorprendidas, desayunos a las tantas y de nuevo, vuelta a empezar, reencuentros y desapariciones, angustias y proyectos a la vuelta de una esquina que se iba alejando, con el ritmo descompuesto de lo que, al final, uno ya no recuerda en qué narices consistía…
Ahí están, Aurora y Héctor, reclamando el mundo que nunca construiste: presos en tu limbo de palabrería y excusas. Ahí estás tú también, tan preso como ellos. Adicto a los giros elusivos, a la disculpa razonada. Repentinamente consciente de que la realidad es real, o de que los mundos paralelos hay que trabajárselos con voluntad de héroe del proletariado en tiempos de rebeliones permanentes, de furias constructivas, de convicciones a prueba de cada pisotón, cada risita, cada prepotencia de ser establecido en las verdades del barquero y los equilibrios necesarios. Pero a veces el limbo toma cuerpo y evidencia: puertas abiertas donde encontrarte si te nos pierdes, donde invitar a los amigos y a los amantes, a los de verdad y a los maquinados a la luz de casi todos los deseos que te han requerido, que te han empujado y sacudido sin que tú te resistieras lo más mínimo. A veces te internas en plena noche, dispuestos a todo los tres, enlazados en la noria salvaje de vuestra risa. Y quisierais no regresar. Allí los dejas, cada vez, de madrugada, y nos devuelves el saludo aliviado con que te recibimos, y conjuras la mueca triste y la mirada vaga, y recuperas tu ser de este mundo y sus trajines.

martes, abril 01, 2008

Héctor

Martes, 1 de abril
Ya de regreso, cascarrabieando de nuevo… Desde las nieves palentinas, y volviendo a las andadas…



Martes, 18 de Marzo de 2008
Héctor camina con gesto de desgana, concentrado precisamente en componer ese ademán de quien ya ha pasado por aquí tantas veces, y reconoce hasta el exceso los detalles. Y sin embargo, el lugar tiene el aire difuminado de los ningún sitio, de la parte cualquiera en la que uno alguna vez quiso o no quiso estar, o simplemente estuvo, o quizás sólo se dejó estar porque no había opción, o sí la había, qué más da. De ahí seguramente la expresión de Héctor, una expresión, nos dices, que lleva casi treinta años practicando, con el éxito que podemos comprobar en este instante de obervación casual, como si tal cosa, como si ni siquiera fuéramos nosotros quienes miramos. Héctor es de los nuestros, lo ha sido desde el principio, y está ya un poco harto de serlo y no saber muy bien quiénes somos “los nuestros”, a qué nos dedicamos, a qué jugamos cuando nos ponemos a juntar palabras con esa cara de aburridos, o de desganados, o de sabihondotes presumidos que nos gusta exhibir cuando nos sentimos controlados por el grupo, a distancia prudencial, fijos quizás tras la cristalera de un bar al otro lado de la calle, asomados sibilinamente a las ventanas de nuestros pisos-observatorio, acechando el paso de las chicas guapas tras las que se nos van los ojos desde que Héctor existe, desde que nosotros lo sobrevolamos, desde que soñamos con la fundación del LUGAR, del mundo en el que por fin existiremos para desarrollar nuestra individualidad embrollada y follonera, silenciosa, melancólicamente segura del pseudo fracaso final, convenientemente salpicado de pequeños regalos en forma de satisfacción diminuta, de triunfillo apenas perceptible, de sonrisa que nos envían desde allá abajo a nosotros, los de la ventana, que sonreímos también, azorados, confusos, enternecedoramente mayores ya para estas cosas del fluir libre y del engendro que da vueltas y vueltas a la búsqueda de la propia coronilla, encantadoramente calva, a fuerza de giros, vértigos y discursos de pretendida convicción reparadora…
Pobre Héctor, entonces. Condenado a seguir esperando el universo que no quisimos construirle, que no nos creímos capaces de fundar cuando todavía era el momento, pobres de nosotros también, a caballo sobre las sucesivas vorágines que nos fueron trayendo hasta aquí, la nebulosa que habitamos a puritita fuerza de voluntad sustitutiva, de remedo de aquella otra voluntad que se nos fue quedando en la punta de cada bolígrafo sucesor del bolígrafo preexistente, apuntando en libretas, libretitas y libretazas la fecha del seguro inicio de la definitiva construcción del utópico espacio hectoriano, en el que todas las Auroras ya por siempre habrían de suspirar por sus dilectos huesos de realidad definitiva sin posible cuestión, paraíso en el que, de una vez, habría (habríamos) de permanecer, en eterno y constante disfrute de lo que por fín habría (habríamos) llegado a ser: nosotros, nosotros de esencias destiladas, entes libertarios perfectos, gozadores del más equilibrado desorden, del brillante desgobierno de nuestras propias vidas dejadas ir en feliz cuesta abajo de laborioso trajinar, de doloroso y fértil descubrimiento del abismo, que habríamos de paladear, pues, investigar, escudriñar detenidamente y sin dejar resquicio durante el resto de nuestras existencias, soñadas de tan reales, sólidas de tanta fluidez inverosímil, de tanta libertad encadenada a nuestros deseos en permanente negación de la evidencia.
Por eso Héctor, cada vez que rozamos la frontera de ese mundo no creado, presto a existir a poco que decidamos dedicarle las pocas o muchas fuerzas (pero dispersas y dubitativas, tímidas y demasiado orgullosas como para ponerse a trabajar sin más, sin garantía de cumplir sus objetivos de indeterminación casi absoluta…) de que disponemos, cada vez que nos hacemos la ilusión de hilvanar un comienzo, de presuponer una calle, una ventana, un bar con cristalera (…y mesas antiguas de madera repletas de inscripciones, algunas talladas a punta de cutter, o de navajas de las de entonces, húmedas de tanta cerveza derramada, aporreadas por tus propias manos al ritmo de las músicas que habían de funcionar como banda sonora de la vida que se abría a nuestro paso, escaleras que suben hasta el retrete infecto que se repite de memoria en memoria en todos los antros del barrio que fue y ahora se desmorona…), un círculo en el que penetrar para quedarnos en el centro y nombrarlo, nombrarnos, nombrarte…. Cada vez que eso pasa, Héctor nos mira y comienza a caminar, componiendo su ya famoso gesto de aburrimiento descreído bajo el que, sin duda, tremebundo lagrimón de cocodrilo resbala en invisible fundación del río-dios que habría de regar nuestra nueva república de cascarrabias irredentos. Y nosotros, siempre fieles, nos vamos tras él en procesión laica, dispuestos a contarlo, y a disfrutar, mientras podamos.