jueves, febrero 26, 2009

Bodegón

Bodegón delante de Héctor. Copa con un dedo aún de vino tinto, flujo que siente correr dentro de sí, percepción deliciosamente alterada de la realidad: conciencia de Mr. Hide, pulsión de violencias soterradas. Telediario al frente (la infamia, la sordidez, la babosa y balbuciente exhibición de chulería e ignorancia, la muerte jaleada, el espectáculo criminal…), cigarro que se apaga y vuelve a encender. Plato vacío, con el tenedor apoyado en él (restos de col y unas croquetas), cesto con todavía un resto de pan.
Héctor ha comido solo, como en los viejos tiempos. Héctor desearía gritar que está harto de sí mismo, o mejor, harto de ser el mismo que fue, envejecido, ¿ridículamente envejecido?, tentado por impulsos (e impudicias) de adolescencia evidentemente trasnochada. Su discurso será breve, su discurso con casi toda probabilidad ni siquiera existirá. Quisiéramos, con Héctor, mantener la tensión necesaria para hablar, para decir, para afirmar. Sentimos, con él, su mismo cansancio.
La ética, ha dicho Rafael Chirbes esta mañana, en su coloquio con estudiantes en Sant Miquel dels Reis, no es un adornito en tonos rosas. Asumir la propia ética implica altas dosis de violencia, al menos moral, contra el mundo realmente existente. Y ese compromiso es seguramente agotador. ¿Exceso de ego? Dimitamos entonces, Héctor. Carguemos con nuestro yo hasta el ordenador para teclear estas líneas. Y callemos después….

miércoles, febrero 18, 2009

Algunas continuidades

Héctor pasea por el parque. Rememora tiempos de deambular permanente: banco al acecho de figura fugaz, parapetado tras un libro (todito Kafka que se leyó así) y humeante esfinge de cigarrillos encadenados. Héctor, seguramente, desearía (es posible) regresar alguna vez a los silencios de tarde lentamente dejada desgranar entre dedos de soledad quizá punzante, quizá plena de alucinación sigilosa, buceo en los abismos de yo trémulo, encalleciendo ya y armando disculpas de bloque indefinido.
Héctor selecciona el hueco de su tiempo ya apenas recuperable, para añorarse en la expectativa de lo que habría de ser, de lo que ya es sin remedio. Y siempre una estatua más o menos neoclásica que llevarse a la vista, y esa colección de fuentes sin agua, a la espera de mejor ocasión, o de puentes aproximadamente chinescos con bandadas de patos a los que observar detenidamente mientras baja el sol y las sombras se amplían hasta el descanso de la luz y los ojos entornados tras las gafas de sol.
Héctor parado, Héctor sentado en su banco de parque, viéndose pasar en la película acelerada que le ha traído hasta aquí y que le llevará hasta allá, en sucesión de imágenes fijas. Héctor posa, y sonríe, y se espera. Su figura va creciendo sobre nuestro horizonte y la voz (la suya, la nuestra), cansada, apenas halla su instante de reposo. Quietud. Vuelo de paloma que todo lo ha de emporcar: banco y estatua, cabeza y mirada. Tarde de febrero.
Poco después se reunirá con Aurora y entrarán en la carpa de los gitanos rumanos. El espectáculo se llama Les oiseaux sont les gitanes du ciel. Circo del de la infancia que pudo ser, a ritmo de orquesta frenética, con su cabra, y sus dientes de oro, y sus malabaristas, y su funambulista del alambre. La ciudad suspendida en el aire, como los balones que el artista golpea con sincronías imposibles. Héctor, que planea sobre el tiempo.

martes, febrero 10, 2009

Otro panfleto ingenuo

Los llamados tiempos de crisis, piensas, son un encanto. De repente, todos los adalides de “el mundo está bien hecho” (mil perdones, don Jorge, por usar tantas veces sus versos en vano) adoptan su gesto más adusto y circunspecto para emitir el certero veredicto y advertirnos de la llegada del caos y el crujir de dientes para el que “todos debemos prepararnos”. Y tú te dices sin asomo de crujimientos y afilando incisivos: “Que se vayan a la mierda de la que, por cierto, proceden” (certificación inequívoca de origen).
No hay crisis, nos dices, ya sabemos, hay simples consecuencias del atraco, el embuste, el culto a la apariencia, el gran trampantojo en que nos han convertido el mundo y la existencia, con nuestra inestimable colaboración y genuina potencia destructora. El parque temático total del consumo miquimaus ha agotado sus posibilidades: rodeado de miseria, el primer mundo se enfrenta al desastre bien pertrechado de centros comerciales y de armatostes tecnológicos con los que degustar con finura de conaisseur cada detalle del infierno. Yo y mi coche, yo y mi hipoteca, yo y mi black berry, yo y mi Wii. Vaciados de todo contenido inteligente, el cine, la televisión, la literatura, las webs, se miran el ombligo satisfechos de sí mismos y de su uymiraquéredondoes… ¿Crisis? ¡Que echen a los extranjeros! ¿Crisis?
La verdadera crisis empezó cuando parimos a los energúmenos que, por ejemplo, destrozan las ciudades y las empuercan con todos los restos de su consumo gilipollas. Aprendices de lo que nuestras refulgentes sociedades “libres” valoran: el yo despreocupado e irresponsable. Porque en Cuba no hay “libertad” (¡obligados a utilizar las comillas para no acabar de destrozar el venerable vocablo!), no señor, ni en Venezuela, ni en China, que son toditos iguales y todito nos lo copian. Los verdaderamente “libres” y originales somos nosotros, que meamos donde nos da la gana y metemos nuestro, nuestro, nuestro coche por el culo de cualquiera que se atreva a decirnos que somos incultos, zafios, degenerados, chulos uniformados con el mismo disfraz: el de la autosatisfacción y la ignorancia más zombi y desfachatada que los tiempos se atrevieron jamás a alimentar…
Bienvenida sea la crisis. A ver si se va todo a tomar viento y empezamos de nuevo, y producimos lo que necesitamos y no semejantes estupideces, y volvemos a inventar lo colectivo (¡comunista, comunista!, tu tan querido grito de guerra…) que, a fin de cuentas, ha sido siempre lo que nos ha sostenido como especie. ¿Qué tal si empezamos nacionalizando la Banca (si Zapatero hace eso, y si rompe los acuerdos con el Vaticano, juro que le voto, aunque las arcadas me hagan vomitar hasta la primera papilla…), después de encerrar a todos los prohombres que se han enriquecido, precisamente, a costa de la miseria universal? Tampoco vendrían mal unos cuantos cursos de reeducación ciudadana. Responsabilidad individual. Eliminación de lo accesorio. Igualdad en las condiciones y racionalización de la producción mundial. La técnica lo permite. La explotación indiscriminada de los recursos en beneficio de unos pocos lo sigue impidiendo.
Después de este hermoso discursito, te quedas tan ancho, relamiéndote todavía con el recuerdo de la calçotada del fin de semana y del arrocito en Peñíscola: dispendios estos sí imprescindibles para mantener el equilibrio mental. ¡Que vivan todos los placeres de la carne! Y muerte al capital, faltaría más.