martes, enero 23, 2007

Privilegio y tortura

El silencio que bulle activo por debajo de las palabras. Recobras ese fragmento de frase, y te imaginas a ti mismo frente a tu suegro (unos días en el pueblo de Sofía, tras la incursión conjunta en las delicias de Cádiz, saboreadas a ritmo de manzanilla y vientos de Barbate…), o más bien a un lado, instantes después de ayudarlo a trasegar la tinaja de vino casero a unas garrafas más pequeñas, sentados ambos, él con su café de mediodía que heroicamente se ha servido él mismo (las mujeres han salido en bloque de compras a la ciudad cercana), tú con la Suite francesa de Irene Nemirovsky, absorto en la delicia del tiempo abusivamente libre para la lectura, del silencio, justamente, bullidor y reconfortante… No podrás evitar un rato después, o no habrás podido evitarlo un rato antes (el tiempo de estos días es un tiempo flexible, juguetón e incorpóreo, que avanza y retrocede con lentitudes de películas de las buenas, de las de aquellos tiempos de Filmoteca y sueños de Oliveira por los puentes de París…), hacer fastidioso inventario de lo que te espera al regreso: clases, corrección de ejercicios pendientes, labores domésticas que no podrán esperar… Pero lo borrarás o lo habrás borrado con un manotazo imaginario: quedan tres días de somnolencia silenciosa, de lectura sin trabas, de escritura de estos fragmentos que luego irás dosificando a ritmo semanal en el blog, burbuja en medio de la batalla cotidiana…
Sigues enredado, nos dices, en justificar aquello que no eres. Temes como a la peste el probable juicio y veredicto: “no eres más que un llorón pretencioso”, podríamos decirte, ex-cronopín, o ex-Horacito, o ex-como quieras hacerte llamar, pero siempre con el punzante diminutivo que una de las primeras versiones de Héctor te adjudicó en aquella carta inverosímil desde Munich, o desde Heidelberg, o desde donde narices fuera, Alemania filosófica y pre-reunificación en todo caso, y que aún te pesa, punzada en la sien, cada vez que recobras tu introspección pueril y flagelante (adjetivos que nos atribuyes a nosotros, o a aquel Héctor, como depositarios del razonamiento probablemente exacto, te dices, puesto que tú necesariamente debes equivocarte sobre ti mismo, condenado al error por abstrusos recovecos…). Callas, entonces, avergonzado, y recurres a rellenar el silencio de trivialidades que te aturdan, a ti y al tiempo, que corre entonces que se las pela, bien cargadito de rutinas tranquilizadoras. Encantadores seres rutinarios, por cierto, tu suegro y tú, en esta convivencia forzada que se repite varias veces al año, ciclos de la naturaleza y sus estaciones, a los que os amoldáis, dóciles y patéticos, piensas, ambos por igual: conformistas, derrotados, mansos.
Ese sería nuestro veredicto, nos dices, y a ese veredicto temes cuando callas, insistes, o cuando dejas pasar largas temporadas antes de volver, cabezota como muro de mármol, a las andadas. Hurgas. Sacas tierra, desperdicios, basuras de tus conductos obstruidos. Pero procuras no llegar nunca al centro del problema: creas y recreas tus personalidades difusas. Sonríes hacia el exterior, o exhibes rostro ceñudo y mirada reconcentrada. Teatralizas, dramatizas, juegas, creas tu obra, tu tragicomedia, te adjudicas todos los personajes, eliminas, añades, podas, finges, actúas. Vives y, quién sabe si por desgracia, te paras de vez en cuando a pensar, antes y después. Privilegio y tortura… ¡Ganas de enredar!

martes, enero 16, 2007

Políticamente correcto, sí señor

Sí, sabemos que te hubiera gustado ser, por ejemplo, un Ouellebecq con todas las de la ley, verbo furioso y seguridad absoluta en cada burrada proclamada con el ademán de suficiencia de la inevitable certeza. Adoptar literaria pero definitivamente la personalidad de tu yo candidato a actor de película porno, pongamos por caso, asociado con el yo-espía de seductoras vestimentas femeninas, con la inestimable ayuda del yo masturbatorio, y el escándalo generalizado de todos los yoes-buenas-personas, que, en sus más diversos matices, cuestionan y retienen desde épocas inmemoriales a aquellos duendecillos rijosos que te rondan la entrepierna mental cuando te pones estupendo. Pero claro, ya lo has dicho tú, te falta convicción efectiva, y aceptas los exabruptos radicales de Ouellebecq, y hasta te puedes proclamar de acuerdo con él en su visión apocalíptica y desvergonzada, tan sólo porque sus palabras vienen desde el extremo, desde la sinceridad asumida hasta sus últimas consecuencias, desde el desprecio absoluto a todas las hipocresías que como única medida contra la pulsión infernal del humano desnudito de prejuicios han proclamado la necesidad “moralmente irrebatible” de cogérsela con papel de fumar y eyacular disimuladamente en el interior del propio cerebro reblandecido.
Y es que, a estas alturas del cuento, ya sabes que jamás podrás ser una mala bestia, aunque tantas veces lo hayas deseado con ansiedades borrachinas, con delirios psicodélicos de bailarín sobre el alambre de tus impulsos desatados. Tienes una conciencia –fea y tópica palabra, por cierto, a la que habrá que buscar sustituta, para evitar peligrosas confusiones con faldillas sotanescas y optimismos frankcaprianos de toda laya y condición- educada para impulsarte a ser buen chico, pedir las cosas por favor, saludar con una sonrisa y ponerte siempre en el lugar del otro. La justicia, dedujiste tras mucho dar vueltas a todas las éticas ofrecidas a tu consideración (Cristo y Bakunin, Marx, Nietzsche y tu padre, entre otros, revueltos en disarmónicos jaleos siempre convenientemente empanadillescos, no perdamos la perspectiva: la empanada como marca de Denominación de Origen) siempre debía estar del lado de los débiles. Y los débiles siempre eran los demás. Los débiles mentales, por ejemplo, que te rodean en tu vida cotidiana y que proclaman como verdad absoluta que cada uno hace lo que le da la gana y que los demás se jodan. Los débiles, ostentosos practicantes de la banalidad como paradigma de toda existencia que se precie. Los débiles defensores de la tradición, porque aquí las cosas siempre se han hecho así. Los débiles incapaces de comprender, nunca, nada. Los débiles aparatosamente cargados de razón y de imbecilidad suprema.
Listas interminables podríamos elaborar todos, te recordamos, pero es cierto: en resumidas cuentas, resulta que la justicia, entonces, no está nunca de tu parte, porque el destino volcó sobre ti la capacidad de relativizar con todas sus consecuencias, y eso implica la obligación de ceder siempre, porque supones que los demás se mueven con cerril predestinación, convencidos de la bondad y delicia de sus preferencias en todos los campos, decisiones y gustos teledirigidos por extraños poderes igualmente independientes de la voluntad que, al parecer, solo a ti te ha sido dada. Pobres desgraciados irresponsables ante los que no conviene levantar la voz, porque eso es de mal gusto, todo un señor profesor, ni que fueras uno de ellos, que gritan cuando les da la gana y que están convencidos de que eso es debatir con libertad y aprecio por uno mismo, que si no nos traumatizamos, abusón. Se trata, pues, del triunfo definitivo de la cultura popular en su versión “vivan las caenas”, probablemente la más pura y cristalina, desde los tiempos del “qué buen vasallo si hobiera buen señor”, al parecer el colmo de la modernidad, aunque tal vez andes equivocado como siempre y se trate tan sólo de una epidemia de medievalismo galopante (¡sus y a ellos, Babieca!) e intelectualidad-realmente-existente.
He aquí entonces que tu pescadilla se muerde la cola: estás condenado por formación y extracción social a aceptar y buscar el ideal de la corrección política más tiernamente bobalicona, o a renegar de tu papel y convertirte en un cínico escandaliza-niñatos-civilizados, especie de conciencia satánica de los mismos meapilas que se atreven a hablar de democracia con la mano izquierda mientras suministran pienso alienante para vacas macdonalizadas con la mano derecha de los media y de la falsa educación estabulizadora de adolescentes clónicos. La segunda opción, además, incluye la posibilidad de degustar el malditismo new age, opción rentable donde las haya, teniendo en cuenta lo moderno y “tolerante” (no te jode, el lenguajito de los cojones y las cojonas) del abundantísimo público potencial al alcance de quien decida explotar la vía brutal, pero con buena salud, que eso es lo importante.
¡Continuará!

lunes, enero 08, 2007

Exhibiciones

Has notado, en los últimos tiempos, que suele resultar más efectivo comenzar a hablarnos sin saber previamente de qué quieres hablar. Es como sí la obligación auto impuesta te limitara, te frenara, te bloqueara, esa es probablemente la expresión precisa: bloquear, aturdir, inmovilizar… La vida y las palabras fluyen, piensas quizá para ti; elegir un tema es sin duda dejar a un lado innecesariamente todos los demás y, a fin de cuentas, como buen ególatra, nada de lo tuyo te es ajeno, nada merece semejante desprecio, olvido, remisión a los márgenes del silencio que bulle activo por debajo de las palabras pronunciadas o escritas. Así, has decidido hoy simplemente hablar, sin saber de qué, sin saber siquiera si nos hablas a nosotros o hablas contigo mismo, tu mejor amigo, tu peor enemigo cuando vienen mal dadas, cuando te miras al espejo e irremediablemente te ves, percibes al otro lado de tus propios ojos a esos otros que simultáneamente eres, fuente de envidia a veces, fuente de desasosiego tantas otras.
Funcionaría entonces como arma perfecta la urgencia del poema (los poemas que “se le vienen” al protagonista de Nieve, de Pamuk, en las situaciones más tragicómicamente inadecuadas, buen ejemplo de actitud onanista ante la vida y la experiencia). Pero los poemas tienen límites, o deberían tenerlos, nos dices ahora a nosotros: entre el principio y el fin, el objeto completo que ha de ser desentrañado, el mecanismo, el engranaje que atrapa el tiempo en un fulgor inmovilizado por la mirada que el espejo te sigue devolviendo… Cierto, te contestamos. Es lo que hacemos nosotros contigo tantas veces: convertimos tus delirios en trozos de prosa autónoma, trufada de ritmos involuntarios, de decisiones ajenas a ti y diríamos que ajenas a nosotros, si pudiéramos saber quiénes somos, criaturas al fin de tu divagar trucado, de tu búsqueda tramposa de asideros, de justificaciones , de “escribe uno para que lo quieran” que decía, si no recordamos mal, Bryce Echenique en alguna de sus novelas-hondonada. Y los fragmentos de prosa autónoma no dejan de ser poemas imperfectos, proyectos apresurados y sin limar que quedan ahí, expuestos a su propia intemperie, a su doble exhibición de pereza y pánico a la verdadera indagación, la que debería dejarte desnudo frente a tus réplicas, frente a tus yoes afilados, críticos, sarcásticos, payasos, crueles, humanos en cada una de sus versiones siempre adulteradas.
Hablar sin saber de qué vas a hablar… ¡Mentir sabiendo que mientes! Exhibición es seguramente la palabra clave. Querrías, nos parece, exhibirte con toda la impudicia que te pide el cuerpo y te limita la razón. Buscar en tus tripas el elemento de anormalidad monstruosa, el horror, la bestia incontrolada. Poner esas tripas tuyas tan lindamente excepcionales a airear ante el espejito-espejito y darte entero a la audiencia, al espectador más o menos profesional, más o menos dotado para los matices de esa delicada operación de orfebrerías sanguinolentas, calientes, apestosas (hedor de intestino grueso repleto de inmundicias, mezcla equilibrada de sangres, mierdas y orines trabajados puntillosamente, esforzadamente, con un amor que sólo puede experimentar el que a sí mismo se odia hasta el orgasmo, exasperadamente retenido –por cierto: ¿no hay semen en la deliciosa mezcla intestinal?).
Pero eso no vas a hacerlo nunca. No lo dudes: encontrarías si buscaras. Lo presientes tú, lo sabemos nosotros. Quien busca siempre encuentra: somos todo y de todo somos capaces, basta con empeñarnos en ello, con ejercitarnos en la creación y contemplación de abismos, que uno podrá después regurgitar para disfrute de la humanidad ansiosa de monstruos, de seres anormales que la reconforten. Edipos de cuencas sangrantes y alfileres enhiestos: aplauso liberador del graderío puesto en pie y conservado en formol hasta el fin de los tiempos. Pero eso no vas a hacerlo. No puedes. Eres cobarde. No quieres hacerlo. Tu lugar está del lado de acá, el de la normalidad, el de la tranquilidad del funcionario con los pies en el suelo y la cabeza en las nubes, que estira el cuello en busca de otros aires menos viciados, y descubre (¡oh hallazgo tan difícil de asumir!) que su cuello, su tronco, sus pies y su nariz son una misma cosa, suya, propia, inseparable a menos que uno ejerza esa cirugía tan sospechosa de narcisismo divino de la que nos hablabas antes….
¿Continuará?