Privilegio y tortura
El silencio que bulle activo por debajo de las palabras. Recobras ese fragmento de frase, y te imaginas a ti mismo frente a tu suegro (unos días en el pueblo de Sofía, tras la incursión conjunta en las delicias de Cádiz, saboreadas a ritmo de manzanilla y vientos de Barbate…), o más bien a un lado, instantes después de ayudarlo a trasegar la tinaja de vino casero a unas garrafas más pequeñas, sentados ambos, él con su café de mediodía que heroicamente se ha servido él mismo (las mujeres han salido en bloque de compras a la ciudad cercana), tú con la Suite francesa de Irene Nemirovsky, absorto en la delicia del tiempo abusivamente libre para la lectura, del silencio, justamente, bullidor y reconfortante… No podrás evitar un rato después, o no habrás podido evitarlo un rato antes (el tiempo de estos días es un tiempo flexible, juguetón e incorpóreo, que avanza y retrocede con lentitudes de películas de las buenas, de las de aquellos tiempos de Filmoteca y sueños de Oliveira por los puentes de París…), hacer fastidioso inventario de lo que te espera al regreso: clases, corrección de ejercicios pendientes, labores domésticas que no podrán esperar… Pero lo borrarás o lo habrás borrado con un manotazo imaginario: quedan tres días de somnolencia silenciosa, de lectura sin trabas, de escritura de estos fragmentos que luego irás dosificando a ritmo semanal en el blog, burbuja en medio de la batalla cotidiana…
Sigues enredado, nos dices, en justificar aquello que no eres. Temes como a la peste el probable juicio y veredicto: “no eres más que un llorón pretencioso”, podríamos decirte, ex-cronopín, o ex-Horacito, o ex-como quieras hacerte llamar, pero siempre con el punzante diminutivo que una de las primeras versiones de Héctor te adjudicó en aquella carta inverosímil desde Munich, o desde Heidelberg, o desde donde narices fuera, Alemania filosófica y pre-reunificación en todo caso, y que aún te pesa, punzada en la sien, cada vez que recobras tu introspección pueril y flagelante (adjetivos que nos atribuyes a nosotros, o a aquel Héctor, como depositarios del razonamiento probablemente exacto, te dices, puesto que tú necesariamente debes equivocarte sobre ti mismo, condenado al error por abstrusos recovecos…). Callas, entonces, avergonzado, y recurres a rellenar el silencio de trivialidades que te aturdan, a ti y al tiempo, que corre entonces que se las pela, bien cargadito de rutinas tranquilizadoras. Encantadores seres rutinarios, por cierto, tu suegro y tú, en esta convivencia forzada que se repite varias veces al año, ciclos de la naturaleza y sus estaciones, a los que os amoldáis, dóciles y patéticos, piensas, ambos por igual: conformistas, derrotados, mansos.
Ese sería nuestro veredicto, nos dices, y a ese veredicto temes cuando callas, insistes, o cuando dejas pasar largas temporadas antes de volver, cabezota como muro de mármol, a las andadas. Hurgas. Sacas tierra, desperdicios, basuras de tus conductos obstruidos. Pero procuras no llegar nunca al centro del problema: creas y recreas tus personalidades difusas. Sonríes hacia el exterior, o exhibes rostro ceñudo y mirada reconcentrada. Teatralizas, dramatizas, juegas, creas tu obra, tu tragicomedia, te adjudicas todos los personajes, eliminas, añades, podas, finges, actúas. Vives y, quién sabe si por desgracia, te paras de vez en cuando a pensar, antes y después. Privilegio y tortura… ¡Ganas de enredar!
Sigues enredado, nos dices, en justificar aquello que no eres. Temes como a la peste el probable juicio y veredicto: “no eres más que un llorón pretencioso”, podríamos decirte, ex-cronopín, o ex-Horacito, o ex-como quieras hacerte llamar, pero siempre con el punzante diminutivo que una de las primeras versiones de Héctor te adjudicó en aquella carta inverosímil desde Munich, o desde Heidelberg, o desde donde narices fuera, Alemania filosófica y pre-reunificación en todo caso, y que aún te pesa, punzada en la sien, cada vez que recobras tu introspección pueril y flagelante (adjetivos que nos atribuyes a nosotros, o a aquel Héctor, como depositarios del razonamiento probablemente exacto, te dices, puesto que tú necesariamente debes equivocarte sobre ti mismo, condenado al error por abstrusos recovecos…). Callas, entonces, avergonzado, y recurres a rellenar el silencio de trivialidades que te aturdan, a ti y al tiempo, que corre entonces que se las pela, bien cargadito de rutinas tranquilizadoras. Encantadores seres rutinarios, por cierto, tu suegro y tú, en esta convivencia forzada que se repite varias veces al año, ciclos de la naturaleza y sus estaciones, a los que os amoldáis, dóciles y patéticos, piensas, ambos por igual: conformistas, derrotados, mansos.
Ese sería nuestro veredicto, nos dices, y a ese veredicto temes cuando callas, insistes, o cuando dejas pasar largas temporadas antes de volver, cabezota como muro de mármol, a las andadas. Hurgas. Sacas tierra, desperdicios, basuras de tus conductos obstruidos. Pero procuras no llegar nunca al centro del problema: creas y recreas tus personalidades difusas. Sonríes hacia el exterior, o exhibes rostro ceñudo y mirada reconcentrada. Teatralizas, dramatizas, juegas, creas tu obra, tu tragicomedia, te adjudicas todos los personajes, eliminas, añades, podas, finges, actúas. Vives y, quién sabe si por desgracia, te paras de vez en cuando a pensar, antes y después. Privilegio y tortura… ¡Ganas de enredar!