miércoles, noviembre 26, 2008

Fin de trayecto...

Miércoles, 26 de Noviembre de 2008

Regresados al presente vestido de azul, todos nosotros, y tú, y Héctor, y Aurora, y Julia, y Sofía, y el mismo Enrique al que no volvimos a ver el pelo ni ninguna otra parte de su azarosa anatomía, fuera quizás momento de confesar. De confesar que no quisimos (te hicimos caso, como siempre) publicar el final (dejado llevar por los te quieros y las necesidades) de su carta, por evidentísimamente obvio del carajo… No se merecía Enrique ese descenso a los infiernos del obvio carajo de la evidencia y la enormísima vulgaridad del gimoteo despechado… Y así, desapareció, y hasta hoy muy buenas. Figura en la libreta húngara-2, como último texto pseudo literario, este que transcribiremos, mientras agitamos todos los pañuelos… Deducimos, por las alusiones chinas, que fue escrito después del verano del 92 (Barcelooooooona), cuando nos dimos una vueltecilla por allí y volvimos un poco mareados…

A veces es un patio con una especie de fuente (siempre hay que poner nombre a las cosas) donde nos sentamos a reflexionar acerca de la estupidez humana, la de nosotros mismos, sin ir más lejos. Puede suceder que sean chinos los que nos miran, y que nos jorobe reconocer que se diría que lo pasan muy bien a nuestra costa. ¡Gran sentido del humor!...del que disfrutaríamos de buena gana, a no ser porque aún nos gotea la ropa, porque olemos sin ninguna duda nuestra propia mugre y porque persisten cabreos acumulados y perplejidades sin cuento.
A veces asistimos a la cuadratura del círculo (¿6 personas= 3 habitaciones, 6 personas=2 habitaciones -¿4+2, 3+3, 2+4-, 6 personas=1 habitación -¿6,1?-, 3 personas=200 habitaciones?, Could we see the rooms?, ¿No?, ¿Meio?, ¡¡¡¿Cómo?!!!) y ponemos cara de circunstancias (esta discusión es un fragmento real de conversación con empleados de un hotel en ni nos acordamos de qué ciudad china…) mientras se nos abre media sonrisa de, reconozcámoslo, cinismo intolerable. Porque esta pobre gente, porque el tercer mundo, y porque nos cagamos en su puñetera (sorbida buco nasal) madre (y escupitajo que te crió) (imitando los usos locales…).
Pero a veces el patio, oiga, es un encanto de jardín con bebedero para pajaritos y acceso a restaurante cuatro mil tenedores, y entonces parece bien claro que las cosas cambian: dejamos a un lado heroicos alientos de exóticos viajeros, y ya casi el abrigo de pieles (¿ecológicamente sintéticas?) nos resbala cuerpo abajo, de purito regodeo puede ser que criminal.
¿Y bien? ¿Adónde vamos, de dónde venimos, quiénes somos? Cuentakilómetros porque sí y degustadores de ventanillas, perseguidores infatigables del rollo de papel higiénico que la camarera olvida colocar en nuestro baño con habilidad extrañamente internacional, rompebotas de calleja y catedral, con parada, fonda, cama y ducha (¿fría?).
En muchas ocasiones nos lo hemos preguntado, y las respuestas siempre se dilatan hasta olvidar cuál era la pregunta, o hasta hacernos alguna otra más sencillita, un poco menos trascendental.
En realidad, los libros de viajes siempre son más interesantes y por eso, tal vez, los leemos en vez de escribirlos. Enredos sofistas, en todo caso, con que entretener las esperas en una parada de autobús, en un vestíbulo de aeropuerto, en una habitación de hotel.

jueves, noviembre 20, 2008

Carta de amor

Jueves, 20-X-2008

(La muerte rompió las rutinas de los martes. Así que viaje relámpago a Extremadura, funeral y regreso, que te traen otros recuerdos y otras muertes, siempre igual de inoportunas. Recobras el hilo, aunque en jueves y en semejante efeméride (tú, de camino al Instituto, en el 75, 1º de BUP, luto nacional y el discursito de Arias Navarro…), y decides copiar íntegra esta carta de amor (¿¿¿¿de amor?????) que realmente Enrique le envió a Julia, poco antes del desastre final. Y es que el desastre se entiende muy bien después de leído el engendro… Que además es largo, el puñetero… Así que decides dejar tiempo al sufrido lector, y lo mismo te saltas el post del próximo martes… ¡O no!)

DE CÓMO YO YA NO QUISO LO QUISO Y QUISO LO QUE QUISO QUERER
(O algo parecido)

Es como cuando.
Como cuando no eran Palabros y uno se lo creía.
Entonces, tal vez, sobre la mesa de la habitación que compartía con mi hermano, y medio a escondidas, no fuera que me vieran.
Ahora con los cascos puestos, y Bach, y todas las nuevas estupideces que he ido aplicadamente acumulando, quién sabe si tal vez para llegar hasta aquí, y decírtelo a ti.

Personaje parecerse a amo como gota parecerse a gota, y lengua estropajosa cuando romper fuego para que tinta correr y cosas correr como tinta que en definitiva son, y quisiera uno convencerse de lo contrario, después de tanto tiempo elaborando la famosa teoría de todo es mentira, y sólo las palabras, y sólo la ficción que somos.
En la consiguiente confusión el personaje suda hieles de despiste por momentos, y cartón piedra en las actitudes (¿también lenguaje?), en la charca de ranas de los días en fila: uno detrás de otro para averiguar que estas ficciones tan verosímiles joden lo suyo, para ser ficciones.
Y así llegó el silencio.
O la barahúnda de la académica disputa sobre el regreso de las zombiversiones Marxandianas.
Complejas operaciones de entelado perfecto para conseguir que el silencio cubra la aspirante a campana de cristal, pecera de tiburonzuelo desdentado que saluda ufano a la concurrencia y esgrime semiótica sentencia de carnaval anticipado.
Barroca flatulencia o así.
Perdía el refugio la razón en el constante estrujarse los sesos para salir de sí mismo con alguna dignidad. O cómo rellenar la gran nada depositada en bombonera hermética y no estallar al olorcillo del güisqui y de la hembra soñada, so semental de plaza de tercera, aprendiz de bruja con aspiradora a pilas y la casa por barrer o los niños por peinar.
(Mi madre me ha regalado colonia y loción de afeitar –sigue haciéndolo todavía…-. Estos días me entran tentaciones de peinarme con colonia, como hacía ella por las mañanas, antes de mandarnos al colegio…).
Dentro de nada los treinta (¡los cincuenta!), y perdido, con el lobo al acecho y caperucita ligando con el lobo.
Por eso el silencio.
La cáscara de las novelas.
El personaje-pollo y la gallina que no pone
nada de su parte. Ni huevos.
¿Será cuestión de huevos?
O de abismos.
El foso cocodrilero resguarda los accesos al Reinillo del Palabro: toda autodefensa es poca si la (re)dicha es breve. He dicho. Y los bichos me corren por las manos como culebras de pánico actoral.
El juego se cansó y yo se cansó del juego. Le hicimos a Beckett todas las estatuas. Sesudos palabreros se las hicieron, que yo lo vi, y luego salieron corriendo a emborronar todas las paredes como locos:
“¿Y QUIÉN SE ATREVERÁ A ESCRIBIR AHORA?”
Ellos.
Se atreven, y se atreven, y se atreven.
Yo, no.
Quizás tan sólo con el público reducido a ti, como ahora, o a yo, como otras veces, yo se atreverá a recuperar la inocencia negra y violará libretas con la sana parsimonia del enfermo que, oiga, no hay quien lo acabe de matar.
Y yo, el personaje, se quedará mirándose los dedos, como queriendo estar convencido de que dice lo que escribe que dice, más o menos, y que algo tuvo que ver con Augusto Pérez, Alberto Caeiro, Abel Martín, o Héctor Nosecuántos, que se lo inventó yo.
¿Para qué?
Remodelar la experiencia, dicen los manuales. Artecito puro. La experiencia.
Tal vez.
Me ha cogido usted en falta.
Pongamos que yo se rasca la cabeza.

(Es la una. Me toca el cigarrillo. Violines).

El personaje se descubrió en cierta ocasión batiburrilleando indiscriminadamente consuetudinariedad y novelabilidad, de modo que consuetudinaba para novelabilizar y se dejaba novelabilizar para consuetudinar. ¡La vida era como las novelas! ¿La novela de uno era como la vida de los demás! ¿La vida de los demás era como la novela de uno! ¡Los demás de uno eran como la vida de la novela!
Claro, lo dejó estar.
Trató de llevar el asunto a márgenes más manejables, pero en ese momento se acabó el compact y tuvo que levantarse a cambiarlo. Decidió seguir con Bach, por no perder el hilo, y eligió el que tú le habías comprado en La Pirámide, por aquello de las telepatías ocasionales.
Experiencia eres tú, ahora,
y a ti no te escribo porque prefiero eufemísticamente hacer –tabú-bú-bú- otras guarradillas de sabor más –cómo decirlo- experiencial, y que las experiencias, con perdón, se vayan a tomar por culo, si es que pueden.
Además, exabrupto suena a eructo.
Regüeldo nobelístico, con v de vurro.
Recuerdo noguerístico.
Re-cuerdo. No: qué listi-llo. Yo. Y/o.
Pijadas.
Yo debería enrojecer de vergüenza.
Pero escribir, vivir, y no poder saber dónde se está, ni cuándo cualquier maravillosa idea impondrá el gran acuerdo universal por un rato, y se volverán a llevar los pelucones ye-ye, justo cuando yo había decidido raparse al cero, el muy ceporro.
No, no, demasiada prisa.
Nosotros, los hombres de Neanderthal, padecemos vértigo genético. Nos asomaremos, miraremos y gruñiremos, perdido el talgo del ketchup y la mostaza, alucinaítos del tó, encroissantados, endonutados, nouvellecuisinados, pero dignos y sobrios, mú dinos y mú sobrios. ¿Se me entiende?
En definitiva:
¡Que escriban ellos!

martes, noviembre 11, 2008

La espera

Transcrito el Martes, 11 de Noviembre de 2008

La espera, nos decías, consiste en estar atento a los ruidos de la calle, detectar el sonido peculiar del taxi, el golpe de la portezuela, pisadas en el patio, la llave que gira: es el vecino del cuarto. No es Julia.
Sonreías mientras hablabas, pero una arruga en el entrecejo, un velo líquido en la mirada, te delataban. Bajo capas de humorismo aparentemente bien entrenado: el dolor. Genérico, el dolor, universal, doble del placer y retrato simétrico: dolor consecuencia de cada pérdida, reconvertido en lo que quisiera ser fina ironía, todo un gentleman tú, Enrique.
Por eso, en tu escritorio, inventabas cartas y destinatarios, que tal vez podrías extraer de una sección de contactos, de esas que aparecen al final de alguna de las revistas que te compras.
Por eso, después de vernos, regresabas a casa dando patadas a paquetes de tabaco arrugados, a colillas, a lo que fuera. Y decidías acercarte al barrio (¡…Ay, Enrique, si lo vieras hoy, el barrio…!) a tomarte una copa. Y te tomabas siete. Y a partir de la tercera empezabas a mirar a todas (a todas lo que sea) con ojos turbios. Y te metías en antros apestosos. Y te dabas una vuelta, de regreso, por las calles de las putas, decidido a ceder. Y no lo hacías. Y te acostabas de madrugada, borracho y asqueado, sin ni siquiera fuerzas para masturbarte. Y te dormías.
Y te despertabas.

Nos decíamos que quizás no quisieras ser tan bestia. Paradójicamente: seguro que no querías ser tan bestia.
Por eso, la paradoja lo dominaba todo, te sujetaba, te inmovilizaba, de modo que jamás ningún paso, ningún acto, ninguna decisión eran los adecuados.
¿Quién manejaba los famosos hilos del retablo de marionetas, tú, marioneta, una más, entre tantas? Nosotros no, ya lo sabías. ¿Entonces?
Las palabras se sucedían unas a otras, trabajosamente, venciendo apenas la querencia al silencio, a la quietud tensa en el centro de todas las fuerzas convergentes.
(Y nosotros nos repetíamos y plagiábamos a nosotros mismos, de nuevo en la delicada posición del observador comprometido, del testigo lastimado y atento a cualquier improbable solución…).
Y esa quietud tensa era, sin duda, el resultado de la aspiración a la quietud serena, a la vida de dulce deslizar: al mito, a la Itaca en la que el viaje es su propia negación… ¡Mal, mal estás, Enrique, si nos haces decir estas cosas, si nos propones con tanto descaro que te consolemos, que te demos un motivo para quedarte en casa y no salir a emborracharte porque Julia te está dejando, porque te vuelves a quedar contigo mismo y con tus divagaciones, sin nada más…! ¿Cómo se puede pretender ser racional en una situación límite? ¿Cómo puede costar tanto conseguir algo tan sencillo? ¿De quién es la culpa? ¿Tuya, Enrique, la culpa es tuya? ¿Por qué habría de serlo? ¿Qué diversas modalidades de dolor están reservadas a cada persona? ¿Es esta la tuya, la que te pertenece, la que te va a acompañar hasta que desistas, alguna vez, de alcanzar tu infinitesimal cuota de modesto placer cotidiano?

lunes, noviembre 03, 2008

Como tantas otras veces...

Lunes, 3 de Noviembre de 2008

En medio de este maremágnum de citas y cosas por hacer, buscas un hueco que puedas dedicarle a Enrique y a su extraño bucle espacio-temporal, ese que te ha agarrado a ti por medio para sustituir tus palabras por las de él, o por las tuyas propias de aquellos entonces lenguaraces, o quizás por las nuestras siempre como a rastras tras tu rastro desastrado, y otras lindezas por el estilo…

Como tantas otras veces. La sensación precisa de estarse repitiendo justamente esa frase: “como tantas otras veces”. En torno, quizás, el silencio.
Enrique Molina, pues, escuchaba el silencio imposible, apenas a dos metros del jolgorio de coches, uno detrás de otro, invasión habitual a través de la ventana: daba igual que estuviera cerrada.
Como tantas otras veces, rumiaba la sensación: ser incapaz de decir, estar muerto de miedo y de ganas de decir. Quién sabe si ya no querer decir.
Quién sabe si ya no poder decir.
(Y te ronda la sospecha: ¿hablaba de Julia, hablaba de sí mismo, se trataba de, como tantas otras veces, sí, la pura generalidad echada al aire a ver qué pasaba y por si acaso…?)

Estar rodeado de gente que habla. Ser capaz de registrar el detalle más nimio. Transformarlo en elemento pleno de significación.
Enrique Molina hubiera deseado poseer todas esas cualidades. Tal vez, entonces, hubiera pasado a ser miembro de honor del club de los pertenecientes al mundo-símbolo, al paraíso de los viajes iniciáticos, al reino del sentido estructurado. Rodeado de cada una de las parafernalias que ahuyentan el cliché no solicitado: apenas el tópico aggiornatto (¿sobrarán ges, o tes, o…?), el elegante giro de muñeca, torcedura bucal, característicos del ingenio que capta los tiempos como nadie, para transformarlos en verdad significante…
(Ciertamente, todavía leíamos, o teníamos muy próxima esa lectura, a los semióticos tan venerados en nuestra Facultad entonces: Umberto Eco y la corte de Derridas… ¡El encanto de hacerse incomprensible por momentos…!).

Y siempre justificando, Enrique, aunque nunca te pedimos explicaciones, o quizás sí, o quizás tampoco nunca justificaste pero nos gusta imaginarte así, con gesto de agobio y en la disculpa, amable, artera, sinuosa. ¿Nos dijiste que ya no quieres hablar de mujeres? ¿De qué entonces? ¡Nos acusas de retóricos y no nada eróticos, monjiles calvinos de virgen con urna, midons embalsamada y nunca carne y hueso –más de la una que de lo otro-, aceitunas rellenas sin anchoa, insípido mejillón de cloaca!
Obligado a quedarte en casa precisamente cuando no te apetece, aprovechas para telefonearnos en busca de auxilio. Quizás pretendas que te embarquemos en alguna exótica aventura de hawais y jula-julas, pero no está el horno para bollos, Enriquito, no. El horno está para hartarnos de copas también nosotros, y volver tambaleantes para sueño ipso-facto y mañana volverá a amanecer, y al otro, jodida suerte, también, y así otra vez, indefectiblemente, otra. Y otra más.
Eso hay, Enrique. ¿Por qué no haces tú algo que nos saque de esta modorra, por qué no nos sorprendes?

Así que seguramente los veintinueve cronopios de entonces salimos de farra salvaje…¿Toda la noche escuchando jazz en nuestro garito preferido, siguiendo con mirada turbia los arrebatos de la mano izquierda del batería…? En todo caso, y sin duda, volvimos a casa, tambaleantes…