jueves, agosto 28, 2008

Perú-1

Martes, 26 de Agosto

Buscarías las primeras palabras,
las que resumen, las que concentran la esencia,
y llevarías dos días quizás con ellas en la punta de la lengua,
a la espera del momento de tregua que te habría de llevar a escribirlas. Aquí están, pero no son estas.
Estas son el pretexto, el arranque, el saludo, la liberación del óxido del silencio.
Te concentras entonces tal vez en los paisajes: las cumbres nevadas a seis mil metros, la dificultad para respirar en el filo de los cuatro mil, o ya casi en el de los cinco mil, la belleza del camino reseco o del camino selvático, las construcciones incas que te sugieren laberintos imposibles de borgiano constante regreso… Pero inevitablemente aparece entonces la circunstancia, tu circunstancia y la del grupo de turistas del que formas parte.
Aparecen entonces como siempre los suburbios indignantes de Lima, o de Arequipa, o de Cuzco. Aparecen las preguntas: ¿de verdad los campesinos del Valle Sagrado disfrutan de la aparente fertilidad de sus tierras, de sus casas de adobe con tejado (no es mal dato este en un país, como tantos otros –así de repente te acuerdas de Egipto- en el que las casas quedan a perpetua media construcción, a la espera de fantasmagóricos nuevos pisos que alberguen a la familia en crecimiento…), del ganado disperso por los campos…? ¿O quizás también malviven, a la espera del traslado forzoso a los guetos cochambrosos de las grandes ciudades?
Pocas respuestas hay para el turista (eterna cara de dólar, compre amigo, buy my friend) trasladado de un lugar a otro por eficientes intermediarios de la agencia local. En veintisiete días, cierto, has recorrido buena parte del país, pero la sensación de irrealidad persiste, en esa especie de cenobio cerrado del grupo viajero (tú y tus ocho amigos), que apenas tiene oportunidad de pararse y contemplar, de vivir al menos al ritmo de los lugareños no-vendedores, de conversar, quizás, de buscar el nexo de lo humano colectivo, fuera de los papeles asignados.
Quedará, seguramente, la charla con el camarero de Paracas, rememorando el terremoto mientras sorbemos los pisco-sour que otra camarera nos ha preparado, con lección de coctelería incluida. Quedará la inevitable resignación de poblaciones enteras sometidas a la lotería de la destrucción y el caos, más allá de la pobreza, obligados a levantar cabeza casi sin planteárselo, casi como un resorte activado por la vieja costumbre, la derrota permanente de un vivir a la espera del desastre (el día de la vuelta, el mismo día del accidente de Barajas, leíste en un periódico local que un “sismito” de cuatro grados y pico había vuelto a despertar el pánico en la misma zona…).
Quedará la imagen de los porteadores del Camino Inca a Machu Pichu bajando a saltos divertidos los escalones caprichosos tallados a dentelladas en la roca, con sus veinticinco kilos a la espalda y un silbidito de jueguecillo suicida…
Quedarán los cóndores del Cañón del Colca, exhibiéndose para las decenas de turistas allí congregados a tal propósito: majestuosos, vivos y desafiantes, a pesar del espectáculo de cámaras y prismáticos.
Quedarán muchas más cosas, seguramente, que tratarás de recordar y quizás de contar. Pero no habrá respuestas. Y ese silencio se te quedará dentro, como un reproche oculto y sigiloso…