Gotea saliva gris
Son, a veces, desvíos escurridizos, atajos que hacen evidente quizás la inercia, la desgana tal vez, de la ruta ya tomada y asumida. Puro contraste de formas y apetencias. Las palabras se suman entonces, crípticas, a la fiesta de los silencios posibles, y los rompen a dentellada muda, a combate de sílaba estancada. Gotea saliva gris sobre los suelos, resbaladizos a fuerza de sequedad descontrolada.
Desde la niebla: querrás hablar desde la niebla que se solidifica sobre tu piel como un abrigo helado y fluido. Humedades, pues, de saliva y lluvia, que te empapan el pensamiento o te derriban las costumbres que metódicamente esculpes, escupes, escampas sobre tus días, con minuciosidad de orfebre en exilios imaginarios, cazador de heroicidades vez a vez postergadas hasta mejor ocasión que nunca llega, que nunca alcanza a satisfacer las deudas contraídas, contrahechas, contrastadas o asfixiantes, mano al cuello lenta, burbuja que palpita entre tus dedos que improvisan un sucedáneo de caricia temerosa…
Aquí estás, nos dices, aquí sigues, no te has ido. Permaneces. Balbuceas. Arrastras a gatas tus herencias infectadas o heridas purulentas o pústulas de sonrisa firme o vertical o indolentemente recostada sobre el secano que puntúa una gota de sudor de insegura procedencia o improbable perfección… Sientes justo ahora que los enlaces se han abierto (“habierto”, escribes, pletórico de haches…) y que el líquido verbal fluye lejos de presas, y represas, y prisas, y prosa fúnebres encantadas de haberte conocido a ti, a quien quiera que tú seas ahora que te detienes, te miras, te sopesas.
Te miras. Nos miras. Los observas: gritarás discursos interminables que se perderán en los aires cibernéticos. Saludarás al público con una leve reverencia. Y un amago de roce en labios agrietados…
Desde la niebla: querrás hablar desde la niebla que se solidifica sobre tu piel como un abrigo helado y fluido. Humedades, pues, de saliva y lluvia, que te empapan el pensamiento o te derriban las costumbres que metódicamente esculpes, escupes, escampas sobre tus días, con minuciosidad de orfebre en exilios imaginarios, cazador de heroicidades vez a vez postergadas hasta mejor ocasión que nunca llega, que nunca alcanza a satisfacer las deudas contraídas, contrahechas, contrastadas o asfixiantes, mano al cuello lenta, burbuja que palpita entre tus dedos que improvisan un sucedáneo de caricia temerosa…
Aquí estás, nos dices, aquí sigues, no te has ido. Permaneces. Balbuceas. Arrastras a gatas tus herencias infectadas o heridas purulentas o pústulas de sonrisa firme o vertical o indolentemente recostada sobre el secano que puntúa una gota de sudor de insegura procedencia o improbable perfección… Sientes justo ahora que los enlaces se han abierto (“habierto”, escribes, pletórico de haches…) y que el líquido verbal fluye lejos de presas, y represas, y prisas, y prosa fúnebres encantadas de haberte conocido a ti, a quien quiera que tú seas ahora que te detienes, te miras, te sopesas.
Te miras. Nos miras. Los observas: gritarás discursos interminables que se perderán en los aires cibernéticos. Saludarás al público con una leve reverencia. Y un amago de roce en labios agrietados…