Trenes
Los trenes. Has vuelto a pensar en ellos, tras recordar las mini-excursiones de las tardes melancólicas, sedientas de golpear de olas y figuras solitarias desdibujadas a contraluz sobre la arena… Hasta ese rincón de la playa se llegaba en el trenet, que se cogía en la vieja Estación de Madera. El trayecto atravesaba entonces la periferia de la ciudad, con restos todavía de huerta. Hoy es la línea 4 del Metro: tranvía que aprovecha las antiguas vías, cargado de estudiantes del Politécnico… Y ese rincón de playa se lo comió el puerto, voraz zampabollos con vocación destructora. Ya se llevaron por delante la casita de tus abuelos, en la zona de huerta de La Punta, que ahora es un almacén pseudo clandestino de contenedores. Y ya hace tiempo que en su nombre devoraron la playa de Nazaret, donde “empinabas el cachirulo” (“volabas la cometa”, para los malpensados) en pascua, con el pe’azo bestia de tu primo, experto en construcciones con caña seca y en martirizar al perro del abuelo…
Los trenes. El tren de Cullera, en verano, algún tiempo más tarde. Tu primer año de vida independiente, tu primer año de Universidad, tu primera crisis de mandarlo todo a la mierda para no sabías bien qué… Exámenes en Junio superpuestos al trabajo de verano en un bar de Cullera. Y a través de las ventanillas, los arrozales que durante esos tres meses desplegaron toda su variación, desde el verde apenas entrevisto que empezaba a asomar sobre el agua hasta el amarillo pajizo que el aire veraniego movía, como en esa imagen del Gaspar Hauser de Herzog, con el adagio de Albinoni de fondo (¿o era el Canon de Pachelbel?)… En un extremo de la línea te esperaba Aurora, breves encuentros ansiosos, tras semanas enteras de furioso intercambio de cartas… ¡Cartas, nada menos que cartas, con su sobre y con sus sellos, que tardaban días en cubrir los apenas 40 km. de campos inundados!
Los trenes. El rápido nocturno Valencia-Madrid, del que te hiciste asiduo durante algunos añitos, puntuados por largas visitas a tus amistades villa-cortesanas, osomadroñeras, o como leches quieras que lo digamos (sólo por llamar la atención, reconócelo: el guión no lo justifica…). Las noches en el departamento de literas, viendo pasar la oscuridad traqueteante, hasta las madrugadas, puro Baroja, de lenta aproximación al monstruo urbano, con todas sus decrepitudes, purulencias, óxidos y tripas extendidas, expuestas a tu contemplación como sólo desde un tren puede hacerse, trastienda enferma de tanto despliegue y oropel…
Los trenes. El viaje a Florencia en tren aprovechando una huelga ferroviaria francesa… Las mil y una aventuras en tránsito. Grupo de españolitos apiñado en el pasillo (tú con tu billete de litera a buen recaudo), porque el único tren que pasó iba asardinado hasta los topes… Y aquella señora tan fina que a eso de las siete de la mañana, ante el espectáculo de los cuerpos arrebujados en el suelo, abrió la puerta del compartimento de literas y dijo, con tono de enfado condescendiente: “¿y por dónde paso yo ahora?” (o algo así, porque lo dijo en francés y tú estabas medio dormido…). Todo lo remedió la impresión que te produjo, bastantes horas más tarde, desembocar de repente (tras instalarte en el hotelito que encontraste también de milagro, en la oficina de la estación…) en la plaza del Duomo… ¡Ay, Florencia hace más de veinte años!
Los trenes. Seis de la mañana en Budapest. Año 89. Muro en pie. Fugas constantes desde Alemania del Este. Vagones chorreantes a los que acaban de pasar la manguera: ¡ese es el vuestro! Registros concienzudos. Croacia, de paso: paisaje de vías con soldaditos de uniforme que fuman, extensión de campos con mujeres enlutadas azada en mano… Aún no estás seguro de no haber estado soñando durante todo el trayecto, sueño en blanco y negro o Rossellini transterrado…
Los trenes. Los mismos que ahora utilizas cada vez menos. Los trenes a los que matan con sobredosis de altas velocidades y gilipolleces de todos los colores, pero bien caras, que se jodan los que no quieran carretera, atasco y borregada. Que se jodan los pueblos que se quedaron con una estación fantasmalmente inútil, en medio de la nada. Que se jodan porque el mundo, te dicen, nos dicen, les dicen… está bien hecho.
Los trenes. El tren de Cullera, en verano, algún tiempo más tarde. Tu primer año de vida independiente, tu primer año de Universidad, tu primera crisis de mandarlo todo a la mierda para no sabías bien qué… Exámenes en Junio superpuestos al trabajo de verano en un bar de Cullera. Y a través de las ventanillas, los arrozales que durante esos tres meses desplegaron toda su variación, desde el verde apenas entrevisto que empezaba a asomar sobre el agua hasta el amarillo pajizo que el aire veraniego movía, como en esa imagen del Gaspar Hauser de Herzog, con el adagio de Albinoni de fondo (¿o era el Canon de Pachelbel?)… En un extremo de la línea te esperaba Aurora, breves encuentros ansiosos, tras semanas enteras de furioso intercambio de cartas… ¡Cartas, nada menos que cartas, con su sobre y con sus sellos, que tardaban días en cubrir los apenas 40 km. de campos inundados!
Los trenes. El rápido nocturno Valencia-Madrid, del que te hiciste asiduo durante algunos añitos, puntuados por largas visitas a tus amistades villa-cortesanas, osomadroñeras, o como leches quieras que lo digamos (sólo por llamar la atención, reconócelo: el guión no lo justifica…). Las noches en el departamento de literas, viendo pasar la oscuridad traqueteante, hasta las madrugadas, puro Baroja, de lenta aproximación al monstruo urbano, con todas sus decrepitudes, purulencias, óxidos y tripas extendidas, expuestas a tu contemplación como sólo desde un tren puede hacerse, trastienda enferma de tanto despliegue y oropel…
Los trenes. El viaje a Florencia en tren aprovechando una huelga ferroviaria francesa… Las mil y una aventuras en tránsito. Grupo de españolitos apiñado en el pasillo (tú con tu billete de litera a buen recaudo), porque el único tren que pasó iba asardinado hasta los topes… Y aquella señora tan fina que a eso de las siete de la mañana, ante el espectáculo de los cuerpos arrebujados en el suelo, abrió la puerta del compartimento de literas y dijo, con tono de enfado condescendiente: “¿y por dónde paso yo ahora?” (o algo así, porque lo dijo en francés y tú estabas medio dormido…). Todo lo remedió la impresión que te produjo, bastantes horas más tarde, desembocar de repente (tras instalarte en el hotelito que encontraste también de milagro, en la oficina de la estación…) en la plaza del Duomo… ¡Ay, Florencia hace más de veinte años!
Los trenes. Seis de la mañana en Budapest. Año 89. Muro en pie. Fugas constantes desde Alemania del Este. Vagones chorreantes a los que acaban de pasar la manguera: ¡ese es el vuestro! Registros concienzudos. Croacia, de paso: paisaje de vías con soldaditos de uniforme que fuman, extensión de campos con mujeres enlutadas azada en mano… Aún no estás seguro de no haber estado soñando durante todo el trayecto, sueño en blanco y negro o Rossellini transterrado…
Los trenes. Los mismos que ahora utilizas cada vez menos. Los trenes a los que matan con sobredosis de altas velocidades y gilipolleces de todos los colores, pero bien caras, que se jodan los que no quieran carretera, atasco y borregada. Que se jodan los pueblos que se quedaron con una estación fantasmalmente inútil, en medio de la nada. Que se jodan porque el mundo, te dicen, nos dicen, les dicen… está bien hecho.